Diana Castaños (La Habana, 1986) Licenciada en Periodismo. Graduada del Centro de Promoción Literaria Onelio Jorge Cardoso. Escritora de guiones infantiles para radio. Premio de Periodismo 26 de Julio en 2008. Ha obtenido el Premio Calendario 2016 por No hay tiempo para festejos, el Premio Memoria 2016 por Lo blanco más allá de la luz y el Premio Pinos Nuevos 2016 por Josefina. Es miembro de la AHS.
Cuba está cambiando.
El otro día entré, por pura curiosidad, a un hotel que queda en las afueras de La Habana, casi llegando a la Novia del Mediodía. Resultó ser un hotel privado. Los dueños del negocio, un matrimonio sexagenario con caras de buena gente, me aseguraron que en ese hotel se priorizaba la atención al cliente como en pocos sitios de Cuba.
Que se hacía la habitación tres veces al día. Que el personal del hotel se aprendía el nombre y los gustos del cliente al momento de este inscribirse y que donde quiera que uno iba le tenían preparado un trago o le regalaban un souvenir.
Además, que el precio del sitio era diferente para cada inquilino, porque era un hotel temático. Qué es eso, pregunté. Es un hotel con un público y un tema; este, por ejemplo, es un sitio para recién divorciados; todas las personas aquí tienen eso en común.
—Sabemos que hay divorcios que dejan a los excónyuges «pelados» —me explicaron—. Además, como todos tienen una misma cosa en común les es fácil hacer amigos aquí. Y amigos es todo lo que uno necesita cuando se pasa por un divorcio.
Me ofrecieron café con miel y me sentaron en el lobby. Había música de Frank Sinatra en el fondo. Era un sitio agradable.
—Uno de nuestros huéspedes actuales es abogado —comentó el esposo— ayuda a los demás en sus trámites legales de divorcio.
—Tenemos ahora otro huésped —mencionó la señora— que es médico. Receta todo lo que uno le pide para superar ese momento. Ya sabes, querida, clordiazepóxido, nitrazepam…
—Y usted, ¿qué es? ¿Qué hace? —quiso saber el esposo.
—¿Yo?… yo escribo.
—¡Ah, qué bien! Ayudará a los huéspedes con sus notas de suicidio.
Lo miré para ver qué parte del chiste era realidad.
—Bueno… —aclaré— yo no me voy a hospedar aquí… solo vine a preguntar. No soy una divorciada.
Pero el dueño dibujó un ademán con la mano, que le hacía caso omiso a mis palabras.
—No estés tan segura. En la vida siempre pasamos por algún tipo de divorcio —dijo el hombre y me entregó la tarjeta del local.
El matrimonio me pidió entonces que los acompañara por las distintas instalaciones de su negocio. No me pude negar. Entre la amabilidad de ellos y mi curiosidad natural me sentía metida de lleno en el asunto.
Fuimos a un gimnasio en el que par de personas sostenían bandejas con bebidas refrescantes y una muchacha ofrecía toallitas para que los clientes se secaran el sudor. Pasamos en el recorrido por una sala de wifi, que, según los dueños, era manejada por un recién graduado de la UCI.
Después de visitar todo el hotel nos sentamos en la tumbona de la piscina. El matrimonio hablaba, y yo —gajes del oficio— saqué mi grabadora y presioné el botón de record. Esto fue lo que grabé:
—El país está cambiando. Uno a lo mejor no puede cambiar el viento pero sí puede poner las velas de tal manera que se pueda aprovechar su dirección. Las cosas que pasan hoy son distintas. Se abren nuevas posibilidades y hay personas que captan esas posibilidades para utilizarlas y favorecen el desarrollo de la vida, siempre a favor de la esencia humana. Si uno no se pone para eso y se duerme en los laureles, los demás nos pasan por delante. Dentro de 20 años no te va a molestar lo que hiciste, sino lo que no hiciste. Es más, eso es mucho; ¡dentro de cinco años! Entonces, hay que desplegar alas. El país está cambiando. ¡Pero hay quien ni se ha dado cuenta!
Las niñas de Hoyo Perdido usan, invariablemente, unos peinados muy sofisticados, con trenzas entretejidas de su propio pelo en adorno.
Y alguien que no sea de Hoyo Perdido pudiera preguntarse para qué espectador incauto se cuida tanto una estética que parece día tras día amurallada por extensiones abrumadoras de caña y naranja agria.
Aunque tiene un nombre —asignado de boca en boca, por la misma gente que padece la precariedad y la ausencia— Hoyo Perdido no aparece en el mapa. Tan solo lo conocí de casualidad.
Iba camino a Cumanayagua. La moto se averió y mi tío me dijo: debemos ir a ver a un amigo mío del Hoyo. Y yo: ¿qué hoyo? Y él: ya verás.
Y estuvimos caminando, para llegar al Hoyo, un tiempo incontable, indiscernible, entre matas hoscas, bajo un sol inflexible.
Para cuando llegamos a la comunidad, ya me sabía su historia: en esos lejanos años ’80 de abundancia —de tan anómala, nunca más repetida— en Cuba, esos parajes estaban llenos de ganado vacuno y el Estado cubano, en su plena magnificencia, construyó allí algunos muy modestos edificios de microbrigadas, para que los campesinos del lugar estuvieran más cerca de las reses. Por un tiempo, como todo en Cuba, funcionó.
Pero cuando el período de las vacas gordas pasó, eventualmente, pasaron también las vacas. Más temprano que tarde se despertaron entonces los guajiros de Hoyo Perdido —y sus respectivas familias: un entramado de primos, tíos, queridas, novias de colchones averiados escondidos detrás de cierto árbol clave, amantes oficiales devenidas a menos con el tiempo, hijos reconocidos y por reconocer— y se encontraron sin nada que hacer.
Y la cabra volvió al monte. La mayoría se fue de los edificios de microbrigadas. Se fueron de la electricidad, de vivir en un cuarto piso mirando desde arriba a los árboles. Sin reses que cuidar, volvieron a su casita de madera, tampoco demasiado lejos de allí, también en un lugar perdido en el monte, sin nombre ni vocación de estar en el mapa.
Los pocos que se quedaron en la comunidad exganadera de Hoyo Perdido tienen el más poco ambicioso de los planes: vivir apenas un día más. Preguntarse si valdrá la pena salir alguna vez de allí. Y para qué sitio, si acaso, irían.
Los niños van, eso sí, a la escuela. La más cercana queda a 14 kilómetros. Un coche con una yegua pequeña color vainilla los recoge. Antes y después de la escuela, las mujeres se reúnen alrededor de las cabezas de las niñas. Para hacerles los peinados que las adornan, solo necesitan algo que, para bien o para mal, los que viven en Hoyo Perdido tienen de sobra: tiempo.