Ofrecemos hoy a los lectores de El Tintero muestras del quehacer de Evelyn Pérez González en el minicuento
Evelyn Pérez González (La Habana, 1972) Graduada de Bibliotecología. Ha obtenido los premios Pinos Nuevos de Literatura Infantil y Juvenil (2004), Farraluque de literatura erótica (2005), de cuento La Gaveta (2006), Calendario de narrativa y Uneac de Cuento Luis Felipe Rodríguez (2007). Ha publicado los libros: Historia de mi barrio, Supuestas vidas y Esas dulces violencias de cada día.
Al final, todos se fueron. Atrás queda una estela que apesta a soledad, abandono, silencio.
En la tercera gaveta, la pistola cargada.
Es hora de jugar, con el espejo, a la ruleta rusa.
Llega por el camino y una multitud de puertas alineadas le detiene.
Iguales. Cerradas. Prometedoras.
Una puerta cerrada es siempre una promesa.
Primero intenta echar suertes acerca de cuál es la correcta. Cuál le dará paso al lugar soñado tantas veces. Cuál le llevará al fracaso.
Pero no se decide. De antemano sabe que la suerte es un animal resbaladizo, así que guarda en el bolsillo la moneda y se sienta a la sombra.
Entonces hace cálculos. Algunos simples y otros más complejos. Recurre a la teoría de las probabilidades. A los completamientos por inducción. A las derivadas compuestas cuando el límite tiende a infinito.
Pero ni siquiera su pasión por las matemáticas logra cegarle. Aún queda bastante trecho por recorrer y haciendo cálculos puede pasar la eternidad sin darse uno cuenta.
Ya para ese momento el asunto de las puertas se ha convertido en algo místico. A saber: ¿existe en realidad la puerta? ¿Puede una simple puerta interponerse entre el ser humano y la iluminación? ¿Cuántas puertas han de abrirse antes de ver el rostro perfecto de Dios?
Pensando en estos y otros asuntos, le sorprende la nueva mañana de un día X. Con el aturdimiento de la vigilia y tiritando de frío, abre una puerta al azar. Y luego otra. Y otra. Y otra más, aún.
Amanece perezosamente y puede ver que el camino sigue detrás de todas las puertas. El mismo camino donde también amanece con la misma pereza. El mismo camino cercado por los mismos árboles.
Con el mismo lejano horizonte al que ya nunca podrá llegar.
El último hombre en el mundo no supo nunca que estaba solo.
La verdad, era ya viejo y pasaba largos períodos sin hablar más que con su perro que, lógicamente, era el último perro del mundo.
Tampoco salía demasiado a la calle, ni recibía demasiadas visitas, ni veía demasiado los noticiarios.
La verdad es que no se enteró de nada. De nada en lo absoluto.
Sus días no fueron, desde entonces, más desabridos que otro día superpoblado cualquiera.
Por costumbre siguió imaginando que afuera la gente caminaba de prisa, engullía grandes cantidades de comida chatarra y enchufaba montones de electrodomésticos con tal de no escuchar el silencio.
Por costumbre no echó en falta a sus hijos que jamás lo llamaban. Ni a la vecina de los bajos que jamás le saludaba en el ascensor. Ni a los amigos que se habían desperdigado por ahí desde hacía tanto tiempo.
Así fue como al quinto día después de haber ocurrido todo, el último hombre del mundo resbaló en la bañera y se partió el cuello contra el borde de azulejos.