El cuento Perro pertenece al libro Juegos de imitación, aún inédito
Yamila Peñalver Rodríguez (La Habana, 1978). Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en el Premio Celestino de Cuento 2011 y 2012, así como en el David 2014, también en cuento. Tiene publicado por Ediciones La Luz, Holguín, el cuaderno de cuentos Menos de cien botellas.
A Julio Carver y Ray Cortázar, dos grandes del cuento.
Ese día no habíamos previsto salir, pero a él se le ocurrió que podíamos hacerlo. A cualquier parte, dijo, así que empezamos a vestirnos. En eso un vecino avisó que mi madre llamaba desde abajo.
Me asomé al balcón, la vi con el carrito de las compras. Eché luego un vistazo al cuarto. Él, sentado en la cama, de espaldas a la puerta, se miraba las uñas de una mano. Parecía cansado, o quizás esa no fuera la palabra exacta.
Ahora regreso, dije.
Mi madre coloca las compras sobre la mesa de la cocina: vegetales frescos, algunas viandas, dos botellas de aceite, un paquete de salchichas. Mientras lo hace afirma que la vida cada día está más cara, que a ese paso no sabe a dónde vamos a parar, y ella ya no tiene edad para cargar tanto peso. Llegada a esta frase alza un poco la voz, aunque solo consigue que sus palabras reboten en el silencio del domingo.
¿Van a salir?, pregunta entonces, deteniéndose en mi ropa y mi rostro a medio maquillar.
Yo asiento sin mucha convicción camino al baño.
Qué buena vida, agrega ella, y continúa vaciando la bolsa de los alimentos.
Te queda bien esa ropa, dijo él mientras bajábamos la escalera.
Yo apenas sonreí, no creía llevar nada especial; en realidad pensaba en otra cosa.
El ómnibus avanza demasiado despacio para mi gusto. Conseguimos acomodarnos cerca de la puerta trasera. Conversamos muy poco. A punto de tomar una curva, lo observo contraer el rostro.
¿Qué es? ¿Qué pasa?, siento como si las gomas acabaran de aplastar algo.
Nada, me tranquiliza, nada importante.
Algunos pasajeros comentan.
Un perro, pienso, seguro ha sido un perro.
El resto del viaje intenté olvidar lo sucedido, empecé a sentirme mucho peor que antes. Nos sentamos unas paradas después, pero eso no consiguió mejorarlo. Pensara lo que pensara terminaba suponiendo aquella imagen. Era un perro de tamaño mediano y pelaje muy claro, se debatía sobre el pavimento con la sangre aún caliente. De un costado le brotaban los intestinos. Movía las patas un poco más, luego expiraba, la lengua colgándole exangüe.
¿Qué prefieres hacer?
Lo de siempre. Tomar unos helados, cruzar luego hasta el cine. Era solo un perro de tamaño mediano. La fila para el helado resulta interminable. Era eso, solo un perro. El cine no abre hasta las cinco, el helado es de un solo sabor. Un perro de pelaje muy claro, allí, sobre el pavimento.
Nos quedamos de pie sin decidir.
Tuve un presentimiento entonces. Acaso no haya sido de repente. Lo más probable es que lo tuviera mucho antes de salir de casa, desde el momento en que a él se le ocurrió que podíamos hacerlo, o mientras nos vestíamos, o cuando yo bajaba para ayudar a mi madre con las compras. De algún modo lo supe sin poder explicarlo.
¿Qué tal si pasamos por casa de Manuel?
Vamos ya de regreso, uno detrás del otro, sentados en el ómnibus, la salida más corta que hemos hecho en mucho tiempo. Terminamos por comprar unos barquillos, tampoco valía esperar para el cine.
A mí no me seduce la idea. Dos paradas antes entramos a una tienda de comestibles. Manuel y su esposa esperan un bebé, sería de mal gusto llegar con las manos vacías. Él compra un refresco, algunos caramelos. A mí me encantaría un refresco, pero no esperar un niño, aunque crea que Manuel y su esposa han tenido mucha suerte.
Caminábamos, comenzó a invadirme la inquietud. De seguir por ese rumbo iríamos a parar a la curva, la misma curva donde atropellaron al perro. Casi había conseguido olvidarlo y ahora la escena estaba a punto de estallarme en el rostro.
Espero que estén en casa, dijo.
Pueden haber salido, quizás debamos regresar.
Hay que asegurarse. Ya compré el refresco, insistió.
Otra vez ese presentimiento. Maldije por lo bajo las salidas de última hora. Al regreso iba a decírselo sin falta, de esa noche no pasaba. Tuve entonces la idea de tomar un atajo, doblar en la próxima esquina, alejarnos de la calle principal aunque nos llevara un poco más de tiempo.
¿Qué tal por aquí?, avancé decidida.
Él se obligó a seguirme. Continuamos en una suerte de zigzag. El camino era de gravilla, a cada paso se quejaba de que acabaría perdiendo los zapatos. No alcanzaba a comprender por qué se me antojó desviarme. Yo me mantuve en silencio.
Al rato estamos seguros de habernos perdido. Improvisé sobre la marcha, traté de orientarme según la ruta original, el resultado fue que nos alejamos demasiado.
¿Ves?, recriminan sus ojos.
Tampoco es para tanto, siempre se puede preguntar.
Pero no hay personas a la vista, la única solución es continuar, intentar acercarnos otra vez a la calzada. Mi corazón comienza a acelerarse, mis movimientos se tornan descoordinados. Él no parece advertirlo, no parece advertir nada últimamente.
Bordeamos edificios iguales, algunos solares yermos. No nos topamos con nadie. La tarde reverbera, el bochorno es insoportable. Con semejante sol cualquiera se enloquece.
Ya basta, dice de pronto. Regresemos a la avenida.
Pienso en el perro, en el cuerpo del perro degradándose al sol; viscoso, maloliente. En la mañana ese perro aún vivía. Era capaz de morderse la cola, hurgarse entre las patas o pelear por un hueso. Quizás tuviera dueño. Habría salido a dar su paseo de siempre cuando fue embestido por las gomas. Ahora descansa inerte muy próximo a la curva. Dan ganas de vomitar solo de pensarlo. Estoy a punto de decírselo cuando vemos aparecer a los niños.
Son tres, caminan sin apuro y van arrastrando algo. Una especie de bulto enlazado a una cuerda. No logro definir a la distancia.
Vamos a preguntarles, propongo.
Entonces se detienen. El más alto se limpia el sudor de la cara con la manga del pulóver, dice alguna cosa. Los otros discuten, al parecer no se ponen de acuerdo.
Eh, muchachos, les digo.
Pero ellos no contestan. Han formado un corro alrededor del bulto, se entretienen en pincharlo con unas ramas secas.
Comienzo a acercarme, la situación en conjunto resulta un tanto absurda. Antes de sentir el hedor, antes de comprobar que, en efecto, se trata de un perro —un perro mediano, pelaje muy claro cubierto de sangre—, tengo tiempo de pensar. Pensar que con algo de suerte todo habrá terminado por fin para esa noche.