Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un mundo allá afuera

Los cuentos presentados pertenecen al proyecto de libro Un mundo allá afuera, que resultara ganador de la beca Dador 2016

Autor:

Yeney de Armas

Yeney de Armas (La Habana, 1988). Miembro de la AHS. Egresada del Centro Onelio. Premio Calendario de cuento 2015 con el libro Rapsodia bohemia y ganadora de una de las becas Dador. También conquistó los premios César Galeano (por Encuentre las doce diferencias) y Eliécer Lazo (por Primos)

Mall

Estoy afuera del centro comercial. Un bolso gigantesco aprisiona mis piernas y otro me tapa la mitad del rostro. Son de mamá, no míos. Yo todavía no llevo carteras de piel, pero si lo hiciera no le echaría tantas cosas. Quizás unas cuantas cajas de jabón y nada más. Me sobraría espacio.

Estoy afuera del centro comercial porque tengo que cuidar los bultos. Mamá no confía en los guardabolsos. En esas taquillas su cartera se puede arañar o los descuidados guardabolseros/guardabolseras pueden dejarla caer. Tal vez hasta lleguen a robarle algo. Por eso me toca esperar fuera mientras ella hace las compras.

Estoy afuera del centro comercial sentada en un banco viendo como otros entran y salen. A mi lado hay sentada una señora con gafas. Fuma un cigarrillo que se gasta lentamente. Al frente dos niñas, una mayor que la otra, juegan.

Estoy afuera del centro comercial hace más de media hora. Mamá no acaba de aparecer. A la señora, cuando se le acabó el primer cigarrillo, se levantó, dio unos pasos y volvió a sentarse. Ya va por el segundo. Este también se gasta tan lento como el otro. Las niñas ahora corren. La pequeña quiere atrapar a la grande para golpearla.

Estoy afuera del centro comercial cuando la niña pequeña choca conmigo. Yo la miro y ella sonríe. La grande se acerca y me invita a jugar.

Digo: Creo que no puedo y… soy una niña grande, ya tengo diez años.

Me acomodo el asa del bolso en el hombro. La más pequeña sonríe y sigue corriendo. La señora elegante de al lado me mira por encima de los espejuelos.

Estoy afuera del centro comercial registrando el bolso de mamá. Hay todo tipo de cosas, incluso algunas no sé ni para qué son pero ahí están. Saco un pintalabios y me pinto la boca. La señora de al lado va por el tercer cigarrillo. Me mira de reojo. Yo me doy cuenta aunque crea que no lo noto. Me parezco más a ella que a las niñas que todavía corretean sudadas. Saco las gafas oscuras y el llavero de mamá. Me siento correctamente y estiro las piernas lo más que puedo aunque todavía no logro que toquen el piso.

Estoy afuera del centro comercial cuando la mamá de las niñas aparece. Es la guardabolsera.

Dice: No corran más, por favor. Se van a caer.

Y entra de nuevo, a seguir con su trabajo.

La señora de al lado mueve la cabeza negativamente. Yo también pongo la cara seria y muevo la cabeza negativamente. Las niñas no se dan por enteradas. No corren pero juegan de manos. Se dan manotazos una a la otra. La señora de al lado aspira una bocanada de su tercer cigarrillo y vuelve a mover la cabeza. Yo, moviendo la cabeza negativamente, me levanto con el bolso de mamá en el hombro, las gafas oscuras puestas, los labios pintados y las llaves en la otra mano. Me acerco a las niñas.

Digo: Dejen el juego.

Ellas me miran asombradas.

Y digo: si las vuelvo a ver jugando de manos van de penitencia. ¿Entendido?

Las dos niñas asienten. La más pequeña hace algunos pucheros y baja la cabeza.

Miro a la señora de al lado que asiente con un suave y elegante movimiento de cabeza. Me voy caminando lentamente haciendo sonar el llavero. Ya estoy cansada de esperar por mamá.

Primos

Llegó una tarde a mi casa y mamá me dijo muy animada:

—Mira, es tu primo.

Como si lo hubiera traído la cigüeña, como si hubiera venido de París o como si lo hubiera recogido en la tienda de mas-cotas.

No sabía que tenía un primo, ni siquiera sabía que mamá tuviera hermanos, pero ahí estaba, parado frente a mí, con una cara pálida y unos pelos revueltos.

Quedamos quietos, esperando a ver quién daba el primer paso. Miré, tratando de recordar si lo había visto antes, pero ninguna coincidencia.

Mamá seguía sonriendo,

—Vayan a jugar —ordenó.

A mí me pareció lo más forzado del mundo. No es justo que los padres escojan a nuestros amigos de juego o a nuestros primos, pensé.

Salimos al portal y traté de ser amable dejando que él escogiera el juego.

—A la pelota —dijo sin dudar.

Desde esa tarde siempre fue él quien eligió los juegos. A veces se iba a su casa, pero después del fin de semana regresaba, y de nuevo mamá decía:

—Mira a tu primo.

Ese verano aprendí los juegos más extraños del mundo. Como «caracolada», «lagartijantio» o «lombristatus» que era algo como recolectar y acondicionar lombrices de tierra para dar de comer a los peces del vecino. Siempre se le ocurrían ese tipo de juegos arriesgados y divertidos, le ponía nombres raros que daban mucha gracia y sonaban importantes.

Un día hicimos un pacto de sangre. Escondidos en el portal nos pinchamos los dedos con un alfiler y dijimos amigos por siempre, como habíamos visto en una película. Cada cual chupó la sangre del otro. Yo le dije que la de él estaba caliente y él que la mía era dulce. Después, juntando los dedos, nos contamos un secreto; algo que nunca diríamos a nadie.

—No tengo mamá —dijo él—. Está muerta. A veces eso me entristece.

Yo le brindé la mía.

—No es la mejor —le dije—, pero a veces puede ser buena.

Él aceptó y desde ese día, secretamente, compartíamos a mamá.

Yo le conté que estaba loca por conocer a papá y el día que lo hiciera también podríamos compartirlo si él no estaba conforme con el suyo.

Después de ese verano, ya no vino más. Mamá me contó que se había ido para otro país.

—Pero vendrá la próxima semana, ¿verdad? —pregunté.

—No, nadie sabe cuándo pueda volver a venir —contestó ella.

Yo comencé a llorar. Mamá me dijo que no me pusiera triste porque al final él no era mi primo.

—Es hijo de un primo de mi primo —dijo.

Y yo lloré más todavía, porque primero mamá me da un primo y después me lo quita.

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