El cuento que presentamos a los lectores de El Tintero pertenece al libro Relojes con miedo al agua
Sheyla Valladares Quevedo (Unión de Reyes, 1982). Licenciada en Periodismo. Poeta y narradora. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene publicados los poemarios Lo que se me olvida (Premio Pinos Nuevos 2014) y La intensidad de las cosas cotidianas. Ha participado en las antologías Superflacas, Otro canto y Dice el musgo que brota (en preparación). Obtuvo el premio Luis Rogelio Nogueras 2015 con el libro de relatos Relojes con miedo al agua.
I
La mujer lleva prisa. Vigila donde pone los pasos para evitar torcerse un tobillo o tropezar con alguna persona que de repente se le interponga en el camino.
Regresa del trabajo. En el último instante se le escapó la guagua, después de correr tres cuadras con el bolso apretado contra el cuerpo y la boca abierta, para acaparar todo el aire posible. Se queda a la deriva, el humo que ha dejado el ómnibus envolviéndola. Piensa qué hacer. Mira el reloj por décima vez. Está retrasada.
El camino hasta la casa es largo, pero puede ganar tiempo si toma un atajo. Lo ha inventado en ese minuto al ver las calles que se extienden ante ella. Ese lado de la ciudad no invita al paseo o ella no tiene fuerzas para disfrutar del paisaje. Tiene que llegar antes que él.
No quiere pensar en el cansancio que siente sobre los hombros, en el dolor del cuello. Sería feliz si pudiera sentarse un momento, sacarse los zapatos, mover los dedos. No pensar. Tiene dibujado el hastío en la sombra oscura que bordea sus ojos.
Recuerda que debe comprar pan y vegetales para la comida. Vuelve a mirar el reloj. Quizás ya no logre llegar a la casa mientras permanece vacía. Sabe que cuando abra la puerta la golpeará, a un mismo tiempo, el júbilo del niño y la molestia del hombre.
Sortea un charco. Le araña el codo la pared filosa y sucia de un edificio. Se frota el lugar del golpe y piensa en la suegra como cuando era niña. ¿Ha pasado tanto tiempo? Sabe que no, pero le parece una eternidad el viaje de regreso al día que finalmente estrenó una suegra. Lo estuvo dudando todo el rato, siempre creyó que su sino iba a ser alegrarse por las bodas de las amigas. Aunque nadie se lo dijo vio en los rostros de quienes la acompañaron ese día, un secreto alivio, la alegría que pugnaba por hacerse palabra en la boca de todos. Seguramente lo consideraron un milagro, una gracia concedida. Todo podía ser. Ya no importaba, ese día tampoco importó el vestido demasiado holgado y ridículo, su cara alargada, el vaivén al que se sometió durante todo el día y los siguientes. Dejó que todo sucediera, que la vida la llevara hasta el punto en el que ella volvería a tomar las riendas, a decir hasta aquí, a decir no.
Un perro amarillo y grande se acerca a escudriñarla, pero se aleja atraído por otros aromas. Estuvo lista para chasquear los labios o propinarle una patada, en caso de que se interesara más de lo aconsejable. Tiene que aceptar que hay demasiados como ese en la ciudad; sin dueño y tan libres que da asco.
Los perros nunca le gustaron. No le dieron la oportunidad de adaptarse a ellos o necesitarlos. Cuando pequeña su abuela siempre fue reacia a permitirlos en el apartamento; y sus padres nunca hicieron la presión debida para que ella tuviera un cachorro. Creció sin quererlos con mucha fuerza. Después los odió para siempre cuando el salchicha de la vecina le mordió una pierna.
No se permite pensar. No quiere ir dándoles vuelta a los recuerdos a cada instante. Recordar la agota, y la obliga a mentirse, a decirse que no repetirá los errores, cuando sabe que los cometerá nuevamente sin remedio. Se da cuenta de que no quiere demasiadas cosas en su vida, pero igual no sabe cómo aprender a quererlas. No quiere pensar.
Quisiera llegar antes que el hombre. Sería tan bueno que no apareciera para adueñarse de su cuerpo. Pero es viernes, el día propicio para celebraciones y tomar un cuerpo de mujer puede ser la mejor manera de burlar el destino. Ella no quiere ser el instrumento de nadie, no lo ha pedido, no lo necesita. O tal vez se engaña porque termina agradeciéndole poder asirse a su espalda aunque al abrir otra vez los ojos, situarse, quiera desaparecerlo de la tierra.
A esa hora las guaguas desaparecieron como por ensalmo. Además no tiene dinero para tomar un taxi; y ellos nunca se dirigen adonde se necesita.
En algunas esquinas ve grupos de hombres conversando entre gestos y risas, que estallan contra su cuerpo. Algunos juegan dominó junto a la acera. Nadie la mira. No les importa si es alta, si tiene unos ojos grandes, ávidos y unas manos delgadas, casi transparentes. Cuando pequeña estaba segura de que con esas manos, su vida tendría que ser apasionante, llena de aventuras, amores, éxitos.
Probó ser nadadora pero nunca la constancia fue de sus mejores virtudes y el bloque de agua de la piscina le provocaba pesadillas en las noches. No por el temor de ahogarse sino por el de morir aplastada bajo esa masa líquida. El agua pesa. Ella lo sabía bien, era una criatura de isla, consciente del mar como frontera que todo puede redimensionarlo.
El pulóver que viste da señales de enésima puesta. Los zapatos deportivos que usa están cosidos por los costados. Lleva el cabello recogido en una larga trenza. Es una mujer como tantas otras, transparente y triste, que hacen el mismo trayecto todos los días y a nadie provocan sobresalto.
El muchacho está parapetado tras la cerca de pedazos de cinc unidos con fuertes alambres. Es largo el rato que lleva allí apostado, esperando ver pasar a la mujer. Cuando ella aparece en la calle y pasa por su lado hecha un bólido decide seguirla finalmente. Tiene que aprovechar la ocasión, nadie puede asegurarle que ese siga siendo su camino los días venideros, aunque lleve más de un mes haciendo el mismo recorrido.
Mira su espalda y de paso le recorre todo el cuerpo. El pantalón está descolorido en la zona de las nalgas. Y el color del pulóver no le asienta en su opinión. Mirando el vaivén de la trenza piensa que es un peinado pasado de moda y que una mujer de su edad no debería llevar, aunque es tan delgada que bien pudiera aparentar menos años de los que tiene. Si se lo propusiera pudiera engañar a más de uno. De espaldas parece una jovencita. Tendría que soltarle el cabello. Al volver a mirarla sería otra mujer. Más parecida a las que le gusta buscar por toda la ciudad, y dedicarles algunas noches hasta que pasa la novedad del hallazgo o ellas terminan temiéndole, deseando no haberse cruzado jamás en su camino.
Los zapatos deportivos de ella no emiten ningún sonido cuando camina. Podría hasta pensarse que levita pues solo descansa al caminar la parte delantera del pie. Las botas de él resuenan alegremente contra el pavimento y tiende a apoyar el tacón hacia dentro. Un problema ortopédico que nunca se atendió como debía.
Todavía no tiene claro cómo abordarla. No lo ha decidido. No ha buscado en su cabeza las palabras propicias para darle el mensaje. Confía en que en el momento justo sepa decir lo necesario. Se siente bien yendo tras ella, pensando en tantas cosas.
Ha puesto cuidado en su atuendo. Se quitó las cadenas que relumbraban en su pecho, los anillos de grandes piedras. El diente de oro continúa reluciéndole en la boca cada vez que sonríe. Lavó y peinó con cuidado su pelo. Ni siquiera lleva la navaja consigo, la ha dejado en la casa para evitar un malentendido. Quiere ofrecerle a ella un rostro en el que pueda confiar.
Tiene que apurar el paso, la mujer camina como alma que lleva el diablo, sin mirar a los lados, con la vista al frente todo el tiempo.
Ya se están encendiendo algunas luces en la ciudad.
Al intentar cruzar una calle antes que el semáforo cambie a verde, a la mujer se le tuerce un tobillo y no puede evitar la caída. Ve esparcirse los vegetales por el suelo. Duda. Le toma tiempo recogerlos. Cláxones, conversaciones veloces y efímeras, casi el verde, el verde.
Por un instante jugó con la idea de dejar las cosas tiradas allí. Ya quiere llegar a la casa, abrazar al niño. Protegerse. Que llegue la mañana siguiente. Otro día. Los pequeños deseos que la impulsan a levantarse de la cama.
Cuando se incorpora el chico ya está frente a ella. La mira indeciso. A la mujer le tiemblan las manos.
Él va a contarle que a ese hombre que vive con ella le queda poco tiempo entre los vivos. Por la deudas, por querer jugarle sucio, por ella; y porque a él la idea de desaparecerlo cada día que pasa le gusta más. El hombre no va a llegar esa noche y no debe buscarlo. Solo olvidarse de él. Dejarlo morirse tranquilamente.
Entonces sonríe y el diente de oro reluce en su boca. Ella sin mirarlo busca insistentemente algo en su bolso.
El agente contempla la escena con pesar. Manda a distanciar a los curiosos, molesto por la presencia de los mirones. Luego se preocupa por el cadáver bajo la lona amarilla que yace recostado contra un bote de basura. Levanta la lona cuidadosamente, la cabeza del muerto cae hacia un lado inevitablemente.
Las ropas del muchacho impiden distinguir de lejos la mancha oscura que le ha crecido al costado, debajo del corazón. Entre los desperdicios los policías han encontrado unas tijeras con manchas oscuras en la punta. Al investigador le desconcierta encontrarlas, pero está demasiado cansado para eliminar posibilidades en ese momento. Ordena recoger el cuerpo.
Mientras el sol se abre paso entre nubes bajas sin esfuerzo alguno.