El relato que presentamos hoy a nuestros lectores pertenece a un libro todavía inédito
Sergio Cevedo, Narrador. Ha obtenido numerosos reconocimientos literarios, entre ellos el Premio David de Cuento 1987, el Premio de Narrativa Caimán Barbudo 1988 y el Premio Internacional Fernando González (Colombia) 1996. En 2014 obtuvo el Alejo Carpentier también en el género de cuento con el título La gran ola de Kanagawa.
En homenaje a Robert Sheckley por varios de sus cuentos, en especial por El precio del peligro
Vuelve a pulsar el botoncito y ahí, otra vez, El Asesino, lo dan por todos los canales. Llanos se sienta en una esquina de la cama y toma un file lleno de curvas demográficas. Cualquiera puede percibir que El Asesino no ha perdido ni aumentado una libra, respira en cambio dignidad. Las camisetas deportivas siguen sentándole mejor que los trajes de Armani, pero los peluqueros estilistas pues sí que dieron en el clavo: se ve mejor, incluso que El Fiscal.
El Defensor, por el contrario, parece un esperpento, y luego aquella frase que subraya la tele: este detritus, esta escoria, acaba de matar a un ser humano.
A otro asesino, le recuerda como un relámpago El Fiscal.
Lo cual no impide que las leyes de nuestra humanitaria sociedad…
Con expresiones como esas ¿cómo ganar el pleito?, piensa Llanos.
Una llamada por teléfono: ¿Llanos, ya tienes el informe? Si, claro, jefe, ya lo tengo. Y otra llamada: hola, Johanna, tan solo para confirmar: ¿por fin salimos esta noche? Lo más sensato, sin embargo, sería olvidarse de Johanna, de sus desaires, irresoluciones y concentrarse en el trabajo, en el crucial, maldito informe. Las curvas no demuestran que un aumento ostensible de los indicadores de consumo disminuyan los índices de mortalidad. Y eso de que la gente vea cada vez más televisión no significa que no encuentre la forma de seguir llenando el mundo de intrascendencias corporales: la tele no es un anticonceptivo.
Usted planteaba el día del juicio, recuerda el entrevistador, que nunca conoció a su víctima.
No, nunca lo había visto «en vivo».
¿Cómo se le ocurrió?
Pues no sé bien, se me ocurrió.
Y usted no bebe ni es adicto.
Yo ni siquiera fumo.
¿Y cómo se sintió después?, ¿cómo se siente ahora?
Las cámaras emigran desde el rostro impasible, más bien común de El Asesino hacia los esplendores del salón. Se hallan en el vestíbulo de un hotel cien estrellas, probablemente el que contiene a todas las de la galaxia pues tanto la TV como la justicia siempre operan en grande. El Asesino se sonríe, lo contrario de Llanos que, apartando la vista, examina otra vez las curvas y los estadígrafos: no admiten más ajustes, ni un insignificante ajuste más.
Se bebe aprisa un vaso de agua, en la entrevista El Asesino paladea un Scotch finísimo. Llanos piensa con distracción en su vida sin regocijos pero también sin sobresaltos y luego aun en su trabajo: nunca lo han ascendido, ni siquiera un elogio, un simple reconocimiento y ahora se anda jugando el puesto.
Se le ocurre una idea. Va en contra de su hacienda pero vuelve a llamar a...
Johanna, estaba viendo, ¿te gustaría ir a algún sitio, salir, cenar en algún sitio, en El Gourmet o El Sibarita o hasta quizás en el Top-Xina, donde van las estrellas del cine y la televisión? Llanos no puede contener un saltito de júbilo: pues ha dicho que sí, que la recojas a las siete, así que debes prepararte, ponerte lo más presentable. Ya se acabaron las vacilaciones, las irresoluciones y esa será tu noche decisiva. Después se dice ante el espejo, con humor, con horror: no tienes, desde luego, el primer día que hacer por elevar el índice de nacimientos.
La pantalla transmite ámbitos de marina: la aerodinámica silueta de un crucero de lujo. Bajo un toldo, en cubierta, gafas oscuras, silla de extensión, El Asesino explica ciertos aspectos no técnicos del crimen.
Iba a probar la limousine.
¿Quién?
Ah, sí, claro, «la víctima». Vi salir a la víctima de la sala de muestras a la rampa de pruebas: iba a probar la limousine, esa, la que acababa de comprar.
¿Quiere decir que sintió envidia?
No, no, nada de eso. Más bien sentí, cómo llamarle, acaso un gran impulso de solidaridad. Me dije simplemente que solo con doblar el dedo índice, yo podría ser Él. Y así doblé mi dedo índice y lo otro vino por sí solo. Pero eso ustedes ya lo han visto. Eso ustedes lo saben.
El Asesino muestra su pistola: parece un arma de juguete. Como una de esas que los niños, luego de muchos ajetreos, terminan por arrinconar. Como la que anda por ahí en alguna gaveta, recuerda Llanos distraído: deberías limpiarla, desarmarla, aceitarla, tenerla lista por si acaso pues nunca nadie sabe cuándo…
Otra vez el teléfono y otra vez el maldito informe ¿Quiere que se lo lleve, jefe?, salgo enseguida para allá. Busca entre las corbatas de la gaveta de la cómoda y ya, de paso, la pistola. Se le ocurre otra idea: en cuanto lo tenga delante, saltarle al jefe, de un plomazo, la tapa de los sesos. Contribuiría, qué paradoja, a reducir los índices de mortalidad. Opta por la corbata gris y se la anuda ante el espejo: la verdad que no luces nada alegre, bueno, no es para menos, si vas camino de tu propio funeral.
La secretaria, en el despacho, disfruta la telentrevista.
El Fiscal ha expresado que su crimen ilustra el sentir de estos tiempos. El Defensor, no obstante, sigue considerándolo como un crimen perverso, ¿se considera usted perverso?
Soy un hombre común, soy un hombre corriente.
De ningún modo, amigo mío, de ningún modo, nada de eso: es Usted un hombre famoso, un hombre singular que nos hace sentir, vibrar, vivir: es ahora, recuerde, El Asesino. Hábleme de sus gustos, de sus aspiraciones, de sus proyectos, de sus sueños…
Llanos, venga conmigo, le indica el jefe al cabo de una hora de espera en la oficina de la secretaria. Es increíble su trabajo, inteligente y muy preciso; en resumen, brillante. Lástima que usted sea tan gris, agrega casi de inmediato; sí, usted, Llanos, es gris; gris como esa corbata ¿Nunca se ha preguntado por qué a pesar de todos estos años no se le ha promovido, no ha obtenido siquiera el más mínimo ascenso dentro de La Organización?
No más volver a casa, Llanos se desanuda la corbata, la lleva a la cocina y la fríe en aceite. Se pone una con pintas verdes y un saco morado. Luego se sienta a desarmar, a limpiar y a engrasar, como en un sueño, la pistola…
A las siete, puntual, parquea ante el apartamento de Johanna. Ésta lo mira con reserva, algo más de lo usual.
Noto que hay algo raro en ti.
¿Te disgusta?
No sé.
A lo mejor es la corbata.
En el carro, barato y de memorias antediluvianas, avanzan en silencio hasta que él le pregunta si ha visto «El Asesino».
Es un tipo increíble, dice ella.
No sé, no sé, a mí en verdad, no me parece.
Pues se ve distinguido.
Cuestión de luces y de cámaras.
Pero es muy atractivo, sumamente atractivo y eso sí no me lo podrás negar.
A Llanos le entran ganas de matarla.
De una manera inopinada, lleva la mano hacia el bolsillo y ahí está la pistola. Claro que sí, que es la pistola y a fin de cuentas por qué no, ¿pues para qué la habrías tomado y desarmado y lubricado, para dejarla acaso donde estaba? Ella lo mira, él se da cuenta, como si fuera un mamarracho; no como miraría al Asesino, quien solo con doblar el dedo índice...
Los neones del TopXina.
Gracias a que las gentes del cine y de la tele suelen ser tan extravagantes, el parqueador acepta el carro, la vergüenza de carro y lo conduce a un sitio libre del patio de estacionamiento. El portero les da la bienvenida pero el Maître haya dificultad para encontrarles una mesa.
Aquella es Lucelita Arias, dice Johanna y la señala con el dedo. Y aquel es Jim Raeder: con los ojos en blanco parece que va a colapsar. Pero no, se conforma con enseñarle al poco instruido Llanos: trabajó en «Accidente», en «Riesgo Submarino» y hasta en «El precio del peligro». ¿Me dejas ir a darle un beso?
Aparecen las cámaras y un conductor toma el micrófono para anunciarles que TopXina, en el afán de regalar, no escatimar felicidad a sus fieles clientes, pues una auténtica sorpresa, quien no podía faltar, quien no podía faltar, quien no podía faltar:
Estallan los aplausos y las mujeres se expansionan, relampagueantes los escotes de sus trajes de noche. Algunas se adelantan y otras se precipitan, entre las últimas, Johanna. Vuelan y van a dar contra unos hombres que funcionan a la manera de un cordón de seguridad. Improvisados, piensa Llanos, y cierto: dejan la impresión de no saber muy bien qué hacer, cómo tratar a tantas divas, controlarlas y devolverlas a sus sitios. En realidad todo resulta bastante festivo. Cuando las aguas vuelven a sus cauces y regresa Johanna, Llanos, con aire humilde, abandona su asiento y se acerca unos pasos, los que permiten la prudencia a la mesa de honor. Asesino, articula, ¿tú sabes algo de demografía? Y, antes de que responda, le suelta las seis cápsulas del peine.
Todo parece durar siglos, pero tan solo es un segundo: los hombres del cordón se abalanzan sobre él, pero los camarógrafos ya se han adelantado. Entre todos lo arrastran a la mesa de honor donde boquea El Asesino, a quien desplazan sin contemplaciones, para sentarle, acomodarle, con suavidad, con pleitesía y casi con fervor.
¡El Asesino, El Asesino!, tenemos un nuevo Asesino, vitorea el conductor por el sistema de audio del TopXina. Llanos sonríe con timidez y no consigue decir nada cuando le acercan el micrófono.
Creo que conseguí doblar mi dedo índice, termina por decir ruborizándose.
El TopXina se muestra un caos.
Aplausos delirantes, exaltación, pasión, locura.
Luces, cámara, acción.