Nguyen Peña Puig (La Habana, 1977). Obtuvo mención en el Premio Calendario de Narrativa 2013 y en el Premio David 2012 (Cuento), así como primera mención en el concurso de cuentos Ernest Hemingway. Fue finalista del XV Premio de Cuento La Gaceta de Cuba. Es egresado del Centro de formación literaria Onelio Jorge Cardoso
El fragmento del cuento que presentamos a los lectores de El Tintero, pertenece al libro Nákara, Premio David 2013
—Mi vida es una mierda.
Después de casi cinco minutos sin abrir la boca él soltó aquella frase.
Por algún extraño fenómeno físico su mirada se ensambló con sus palabras, se hicieron un lío y juntas fueron a caer en un punto impreciso entre mi sillón y la pared del fondo. Al menos eso sentí. O quizá yo pensaba en cualquier otra cosa menos en el hombre que tenía delante. O quizá no en cualquier otra cosa: me vino a la mente esa canción: «...no eres tú, son estos días de mierda que también se irán».
O en realidad pensaba en Laura.
Lo más sensato hubiera sido quedarme en casa. Ver alguna película. Disfrutar un trago. Leer. Dormir. Algo que significara no pensar en Laura. Menos aún estar allí, escuchando a este hombre. Pero hay momentos en que solo te dejas llevar. Dentro de tu cabeza todo está tan revuelto que no tomas el tiempo justo para pensar con claridad, así que llegas a tu casa, frustrado, te dejas caer sobre la cama, escuchas el silencio. Luego recuerdas que este tipo te espera en la consulta. Miras el reloj. Almuerzas algo. Te cambias de ropa. Sales.
Aun así su afirmación me pareció interesante. Decidí ver hasta dónde conducía. No tardé en arrepentirme.
—¿Es de eso que quiere hablar? —le dije.
Él dudó.
—No. Bueno… en realidad…, no sé si quiero.
—Y entonces, además de mirarnos, qué hacemos aquí.
Otro pequeño silencio hasta que él dijera:
—No sé…, quizá solo necesito que alguien sepa que mi vida es una mierda.
No, por favor, pensé, hoy no.
Él sacó un encendedor y una recién estrenada caja de cigarros. Extrajo uno, lo prendió. Luego dejó el encendedor y la caja sobre la mesita que servía de frontera entre los muebles.
Tomé mi cuaderno de apuntes, lo acomodé sobre el brazo del sillón. Tuve que hacer un esfuerzo enorme por concentrarme.
(…)
—¿La familia?
—Sí. Por qué no.
—Mi familia... Ahora solo está ella. Por favor, ¿me presta un cenicero?
Lo complací. Sacudió el cigarro.
Poco después una pesada nube de humo se disipaba antes de alcanzar las persianas entreabiertas.
Continuó.
—Cuando nos conocimos ella fumaba mucho. Le pedí que lo dejara. Le dije que me disgustaba ese olor, y también están las manchas en las uñas, los dientes... Ya ve, ahora los dos fumamos.
(...)
Quedó mirando el cigarro, el extremo consumido del cigarro.
Luego prosiguió:
—Me hubiera gustado mucho tener hijos con ella, al menos uno. Ahora nos sentamos por las tardes en algún lugar, encendemos un cigarro y dejamos pasar el tiempo. Tratamos de no pensar. Siempre está esa angustia imperceptible flotando en el aire, como la nicotina. ¿Ve?
Encendió un nuevo cigarro y expulsó el humo hacia el techo.
—He leído que el hábito de fumar provoca cerca del 30 por ciento de las muertes por cáncer. Es solo un comentario. Usted es médico, por supuesto, pero de aquííí —se golpea un par de veces la sien con el dedo índice. Luego recuesta la cabeza en el espaldar del sillón.
—Por cierto, ¿usted tiene hijos?
Quizá todo se resume a eso: miedo al final. Terror a no pronunciar las palabras correctas y terminar reconociendo lo absurdo de este juego, el de vernos algunas mañanas, algunas tardes, fingir cercanías. O digo todo esto porque es agradable mantener la puerta abierta. Creo que a ella le sucede igual. Saber que del otro lado hay una luz encendida, alguien que espera. ¿Y por qué no?, lo demás es solo eso: miedo.
Las palabras correctas.
Su voz reapareció tras una nube de humo.
—¿Usted tiene hijos? —pregunta de nuevo.
Yo quedo atrapado por el humo del cigarro. Él parece desistir, cambia de tema.
(...)
Siempre hay señales, solo tenemos que poner atención. Pero a veces no queremos ver. Es preferible no ver, andar a ciegas por toda la casa, tropezarse el uno con el otro, sordos, mudos; hasta que todo nos revienta entre las manos. Entonces nos preguntamos qué sucedió, intentamos revivirnos, coser los pedazos.
Recoger los pedazos.
Levanté la vista. Él se había secado la cara y fumaba, más tranquilo ya. Pensé decirle: lo estás haciendo bien, discúlpame, soy un idiota y hoy...
Por suerte él habló primero.
—Todo ha sido muy rápido —dijo—. Ella es valiente. Ahora estamos aprendiendo a ver pasar el tiempo. Uno nunca cree que eso sea algo que se pueda aprender. Contar los meses, las semanas, los días. Para al final verla partir sin remedio.
Volvió a quedar en silencio.
A pesar de todo tiene razón. Laura siempre se va. Incluso cuando está a tu lado y la ves dormir tranquila, y te acercas, hueles su pelo, acaricias ese rostro donde se dibuja algún placer, la escuchas pronunciar un nombre cualquiera, no el tuyo. No sabes de quién es la culpa. Entonces decides soltar todo y largarte. Piensas que es lo mejor, lo único posible. Es fácil pensarlo junto a la ventana, cualquier noche, despacio para no despertar a la ausencia en la que se ha convertido. Buscas un trago. Algo de música donde Fito Páez le guiñe un ojo a Sabina y diga que estar con ella es la soledad al cuadrado. La vida no es complicada, nosotros sí.
Él me miraba escribir, no decía nada.
¿La vida no es complicada?
—¿Entonces? —preguntó por fin.
—Entonces...
Cerré el cuaderno. Miré los cigarros sobre la mesa. Recordé que era cierto, a Laura también le gusta fumar. El hombre frente a mí pareció leer mis pensamientos, agarró la caja. Pensé en pedirle uno, lo hice.