En este Tintero ofrecemos a los lectores un fragmento de la noveleta para niños Notefíes, galardonada con el Premio La Puerta de Papel y publicada por Ediciones Holguín en 2011
Fidel Fidalgo Moncada (Holguín, 1955). Profesor, escritor y narrador. Entre sus obras publicadas se encuentran Antología de la poesía oral, traumática y cósmica de Fidel Fidalgo Moncada y Cuentos de niños para adultos tristes. Ha sido incluido en numerosas antologías y colabora con publicaciones culturales nacionales
Cuando digo ¡mi madre es artista! tengo mis razones, ella tiene una manera de enfrentar las cosas de la vida que es increíble. Le comenté de todas nuestras andanzas y pesquisas para saber del destino que les había dado Mildreda a los perritos. Así supo que uno de ellos fue a parar a la casa de Nicolás y Alda. Nicolás resultaba un viejito muy conversador, alto y algo encorvado, lo que no le impedía salir todas las mañanas a visitar las casas, para ofrecerse a limpiar los jardines, podar los árboles y arreglar cuanta cerca y patio tuviera problemas en la zona. Trabajaba duro y cobraba muy poco; a veces eran los vecinos los que valoraban muy bien su trabajo y decidían pagarle de acuerdo con lo que había realizado, entonces él regresaba muy contento para su casa.
Allí lo esperaba Alda que se entretenía tejiendo abrigos y manteles, o mediecitas para niños que les encargaban las futuras madres del barrio; ella había sufrido una caída por lo que la fractura de las caderas la limitaba en su quehacer diario. Sola, en su silla de ruedas, cuidaba de la casa. Por la bondad de los vecinos lograba mantener su casita limpia y arreglada; en las tardes, alguien le ayudaba a preparar los alimentos. Alda, era presumida como no se lo imaginan, lucía muy bien en su sillón, empolvada, con el cabello cubierto por una redecilla negra y el rostro reluciente, daba la impresión de ser muy feliz, ¡y lo era! Pues bien, mi mamá pasaba, muy a menudo, por su casa, y, al saber que a ellos les habían regalado uno de los perritos, fue a visitarla.
La casa de Alda y Nicolás estaba muy próxima a uno de los fuertes que en una época pasada había protegido a San Marcos de ataques de piratas y bucaneros, ahora las hierbas y el tiempo mostraban sus huellas sobre las rocas descubiertas; la arena y la cal se iban desprendiendo cada vez más, el techo había desaparecido; por los boquetes, donde colocaron alguna vez los cañones, se veían lajas cortantes y algún que otro nido de pajarillos grises y amarillentos.
La casita de los dos ancianos resaltaba por estar muy cuidada, el patio limpio, lleno de enredaderas, las tablas habían sido pintadas de blanco y las ventanas en tonos ocres, contrastando con el rojo de las tejas que cubrían el techo de madera. El portal era estrecho, con una baranda por la que se enredaban finos bejucos de una planta que aparecía siempre verde, con hojas finas y puntiagudas en las que sobresalían unas flores rojísimas. Allí, en su portal, estaba sentada Alda. Sobre el piso de madera se hallaba un cono de hilos de estambres y una cesta de mimbre con las piezas que había tejido en la mañana.
—¿Cómo está mi viejita? —saludó mi madre pasando al portal para besar a la anciana que sonrió antes de decir:
—Tejiendo, hija, tejiendo.
Mi madre buscó en la sala una silla, la colocó frente a Alda y quedó de espaldas al callejón. Hablaron de esas cosas que conversan una anciana y una mujer joven. Entonces salió corriendo hacia la cesta un perrito negro y juguetón, quien de inmediato comenzó a jugar con el cono de hilo, enredándoseles sus patas en el estambre. En realidad el perro era tan chiquito que si el hilo hubiese sido negro parecerían de estambre, hilo y perro.
—¿Y ese perrito tan lindo, mi vieja?
—Mildreda se lo dio a Nicolás para que me acompañe, pero me está dando un trabajo, es tan juguetón, que se me pierde dentro de la casa y no puedo andar detrás de él.
Mi madre, de inmediato, se echó a llorar. Lo hacía con tal demostración de sentimientos que la viejita se asustó.
—¿Mujer, qué te pasa? —preguntó Alda—. Mira que me has asustado.
—¡Ay, mi vieja!, ¡que parte el alma como llora Machito!
—¿Cómo, que llora?, ¡si ese muchacho es todo un hombrecito!
—Pero tiene sentimientos y él ama a sus perros. —Mi madre le contó lo que había hecho mi tía y de los problemas que se habían armado en la casa, así como del desconsuelo en que se hallaba mi primo, eso contó ella y reía cuando lo decía.
—No llores, mujer, ¡que todo tiene solución!
Siguió con el teatro, tanto argumentó el dolor y la desesperación de mi primo ante la anciana, que esta terminó diciendo:
—¡Pues llévale el perrito!, yo le digo a Nicolás que se me ha ido.
—¡Ay, Alda! Usted no sabe lo feliz que va a hacer a ese niño.
Así fue como regresé a la casa de Merencia con Pucho en una jabita que mi madre preparó para desinformar a los curiosos. En San Marcos había el por ciento más alto de curiosos de toda la nación. ¿Qué, cuántos? Nunca los he calculado, pero ya sabemos lo que sucede en todo pueblo pequeño. Al llegar a la caseta de los perros, Perucho dormía, Notefíes estaba echada con el hocico sobre sus patas delanteras que se hallaban extendidas sobre el piso de cemento.
—¡Mira lo que te he traído! —dije, sacando a Pucho de la jaba, lo coloqué cuidadosamente junto a su madre, quien al verlo ladró y dio saltos como agradeciéndome que le haya traído a otro de sus críos.
Solo faltaba ir a la casa de mi primo para darle la noticia.
Por eso habíamos regresado juntos y reíamos con el gusto que da saber que las cosas iban tomando su rumbo. Yo sentía una felicidad que no podía explicar. Es grato ver a todos reír a nuestro alrededor y, si somos de la familia, mucho mejor.
—Es verdad que tu madre es una artista, a mí no se me hubiera ocurrido involucrarla en esto, si la mía se entera.
—Mira, Mildreda no puede imaginar que mi madre tuvo participación en el retorno de Pucho.
—Ahora, ¡lo que tú no sabes es para dónde vamos!
—¡Claro, a seguir buscando perros!
—Chico, no lo digas así, ¡suena tan despectivo! Sí, vamos a seguir procurando a mis cachorros, pero ¿cuál es el próximo que llevaremos para la casa de Merencia?, ¡ni te lo imaginas!
Entonces me contó:
En nuestra familia hay cosas que no se hablan, nosotros podemos imaginarlas pero no hablamos de ellas, y de Ailéen, la hermana menor de Mildreda, casi nadie se acuerda, ella vive actualmente en un país de Europa. La recuerdo como una muchacha alta, bronceada y vestida de una manera diferente a la que acostumbraban las muchachas del pueblo; ya saben que aquí no cae nieve, que el calor es, habitualmente, muy intenso en verano, ella usaba botas hasta las rodillas, con tacones y todo, guantes como de cuero para montar en la moto con la que venía al pueblo. Creo que no era una muchacha mala, si no por qué se preocupaba de traer regalos a sus sobrinos. A Elisa le había regalado una Barbie morena de cabello corto y rizado, la muñeca era grande, altiva y vestida con un traje rojo muy llamativo, traía en el mismo estuche otras cosas con las que juegan las niñas, pero Elisa no jugaba con esa Barbie, si entraras a su cuarto la ibas a ver, aún en su caja rosada, cubierta con un nylon. Nunca se nos había ocurrido preguntarle por qué no le gustaba su muñeca y prefería jugar con las de trapo.
Machito encontró a Elisa, a su regreso, debajo de la escalera; se quitó los zapatos y sentándose junto a la hermana acarició sus mejillas y suspiró. Ella lo miró y apoyó su cabeza de rubios rizos sobre los hombros del hermano.
—¡Abuela ha estado discutiendo con mamá!
—¿Qué ha pasado esta vez?
—Mamá dice que tú eres un callejero…
—Y ella, ¿qué quiere, que pierda a mis perritos?
—…eso le ha dicho abuela, que ella es la culpable de que tú andes por el pueblo.
—¡Ay, Elisa! Zoylita, la de Juana, tiene a Diamante, pero la muy pobrecita no tiene juguetes y yo no sé cómo traerla de nuevo.
Elisa lo miró con el rabillo del ojo, después le dijo:
—Y si le pedimos a abuela que le haga unas muñequitas.
—¿Cómo vas a creer que ella va a recibir esas muñecas de trapos a cambio de devolverme a Diamante? Ponte en el lugar de ella, mi hermanita.
Elisa pareció pensar y tomando al hermano de la mano le propuso:
—¿Y si le llevas la Barbie?
—¡Tú estás loca!, ¡Esa muñeca es muy cara y te la regaló tía Ailéen!
—Pero si yo no juego con ella, yo la veo como un adorno, ¡es tan fría!
—¡Qué buena eres, mi hermanita!— dijo Machito y la apretó muy fuerte, mientras Elisa reía, ¡esa es una solución magnífica! exclamaron. Ahora lo más importante era que Zoylita aceptara el cambio.