El cuento que ofrecemos a los lectores pertenece a la más reciente obra de María Liliana Celorio, Matar al pájaro sentado, publicado por Ediciones Unión y que será presentado en la venidera Feria del Libro
María Liliana Celorio (Las Tunas, 1958). Poetisa y narradora. Entre otros libros ha publicado Juegos malabares (1990), La barredora de amaneceres (1993), El jardín de las mujeres muertas (2001) y Mujeres en la cervecera (2004), con el cual obtuvo el Premio de la Crítica.
Entró al lobby de la mano de su madre. Un niño alto con una pistola de agua. Yo estaba sentada en un sofá carmelita, al lado de la pecera. Él visualizó los butacones, el reloj de pared que marcaba las 7:11 p.m. Se soltó y me disparó con la pistola, bang bang bang. Me hice la muerta mientras la madre seguía conversando con el señor de blanco. Con mis ojos entrecerrados vi al niño acercarse a la pecera. Inmóvil ante un pez rojo de cola plateada. Parecía una estatua. Acercó la nariz al cristal y musitó: pez pez pez.
Me gustó su voz ronca pero suave, como si un guante de seda limpiara la habitación. Yo también miraba al pez que coleteaba y ponía su boca abierta en la nariz del niño.
—Amir Omar, vamos.
Pero él estaba obnubilado, se había vuelto otro pez, y yo sentía que traspasaba el cristal y era un tareco desarticulado el que estaba acá, parado frente a la pecera, con la pistola en la mano.
La madre tocó su hombro donde la clavícula era pronunciada y lo alejó del elemento líquido, pero ya era un niño lleno de algas y residuos marinos el que miró hacia atrás.
A las 8:00 p.m. lo volví a ver en el comedor. Triste. Una figurita que abría su boca para tragar los bocados que pacientemente y con resignación femenina echaba la madre en su boca.
Nos encontramos en la puerta de salida y solo oí su voz desde lejos, subiendo las escaleras que me llevarían al dormitorio frío: yo quiero... yo quiero...
Por la mañana le enseñé el dibujo. Lo tomó en sus manos mientras de su boca caía un pedazo de huevo. Sonrió. Volvió a iluminarse la habitación donde los hombres y mujeres comían y embutían a la gente pequeña.
Lo llevé a la pecera y los padres no dijeron nada. El dibujo había sido el pasaporte para entrar en su intimidad. Amir Omar se paró frente a la pecera y el pez rojo volvió a besar su nariz.
Al otro día, sentada en el butacón carmelita, los vi llegar. El señor de blanco cargaba un maletín y los pies del niño calzaban botas que al tocar el piso lanzaban luminiscencias. Amir Omar fue a la pecera y la madre volvió a tocar su hombro.
—Vamos, se nos hace tarde.
El niño se despegó a regañadientes del cristal y se acercó a mí. Nariz con nariz miró mis ojos tan de cerca que los míos se torcieron hasta formar un único ojo. Él tenía también un ojo con el que me miró fijamente. Por un instante vi el agua y la cola plateada, oí el tintinear de una vieja canción y aspiré la frescura. En ese segundo Amir Omar coleteó dentro de mí y paseó su hermosura en el estanque de mi cerebro.
Entonces oí la voz ronca y suave: pez pez pez.