El cuento que presentamos pertenece a Café bajo sombrillas junto al Sena, Premio UNEAC de Cuento Luis Felipe Rodríguez 2009. Los libros de este multipremiado autor pueden encontrarse en la red de librerías del país
Luisito Segura salió de la escuela exactamente a las doce. Se apartó del grupo, se quitó la camisa y se la puso en la cabeza. Caminó escondido del sol. Caminó por la acera con la camisa sobre los ojos. Caminó sin mirar. Sin detenerse, aunque el bolso le pesara demasiado. Lo arrastraba. Lo sentía rozar con el cemento.
Torció hacia el mar. Las olas debían ser grandes a esa hora. Serían grandes por el viento fuerte que soplaba en la costa. Serían grandes, sí. Se podía tirar piedras al mar y romper las crestas de las olas. Se romperían con un ruido de ola muerta, con la espuma salpicando por el golpe de las piedras en el agua. Pero se detuvo cuando llegó a la guarapera.
Tenía hambre. Miraba el líquido que chorreaba de los colectores. Las cañas se apretaban con un chirrido de hierros. Miraba las cañas apretarse entre los dientes de la máquina. Se tocó los bolsillos. Arrastró el bolso otra vez.
Se alejó por la acera con la camisa sobre los ojos. Olvidó el guarapo y el hambre cuando llegó al jardín de la casona. Las verjas terminaban en puntas de lanza.
Brillaban allá, en lo alto, como agujas desafiantes. Eran verjas puntiagudas más altas que un hombre.
—Peligrosas —pensó el muchacho—. Peligrosas y altas.
Caminó sin tocar las verjas. Sin acercarse demasiado. Se detuvo cuando vio a la pantera. Estaba allí. Lo miraba. Le brillaban los ojos. Se encorvaba sobre la hierba del jardín, agazapada, esperando. Estaba lista para saltar. Entre las verjas podían verse sus músculos tensos.
El niño corrió hacia la tienda. El bolso le pesaba demasiado. Le hacía difícil correr. Bajo el toldo alguien lo agarró por el brazo. Logró zafarse con esfuerzo. Se volvió. El boxeador se reía. Un negro. Un boxeador negro y grande. Un campeón.
Se reía del muchacho.
Se cuadraron los dos. El boxeador le pasó el jab cerca del ojo. El niño esquivó el golpe y atacó con el gancho. Le dio duro al negro en la barriga. Lo cruzó con el swing. Lo hizo tambalearse. Podía rematarlo con un derechazo a la cabeza. El negro se agarró al poste.
Luisito recogió el bolso y se alejó corriendo. Subió de dos en dos los escalones del consultorio. Caminó por el muro, despacio. Se detuvo en la parte más alta. Un F-16 americano voló sobre los ficus del parque. Un avión peligroso y rápido. El aire se llenó con el humo de las explosiones. El niño saltó del muro y aceleró hasta el fondo. El MIG-21 se elevó hasta los límites del cielo. Era un pájaro dócil. Se quedó escondido entre las nubes. Los cohetes pasaron silbando.
Luisito hizo la maniobra que viera en la televisión. El MIG-21 se desmarcó sobre el fondo azul del cielo. Abajo, la gente miraba. El niño sonreía mirando a la gente. Apretó el botón rojo en el momento preciso. El avión americano explotó en el aire.
Aterrizó en el campo de pelota y entregó el avión a los mecánicos. Ordenó revisar el combustible y el aceite. Los mecánicos aplaudieron con las manos sucias de grasa. Luisito no se detuvo a escuchar los aplausos. Atravesó corriendo la calle.
Un enorme auto negro casi lo mata. El niño logró deslizarse entre las ruedas.
Rodó con elegancia sobre la calle, sin ensuciarse demasiado el pantalón, y ganó la acera. El embajador salió asustado del carro. Ofreció mil disculpas. Culpó al chofer.
Ayudó al niño a levantarse y le limpió con un pañuelo el pantalón y la cara. El niño sonreía mientras lo limpiaban. Se complacía en oír las disculpas. Se aburrió del tono adulador y fue a refugiarse bajo el almendro de la cafetería.
Durante media hora se entretuvo conversando con una turista holandesa. Le explicó en inglés y en francés. Rechazó el dinero. Se apartó cuando la mujer le acarició la cara. Se cubrió los ojos otra vez con la camisa.
Arrastró el bolso hasta su casa. Desechó empujar el portón. Saltó la cerca baja con un solo impulso sin hacer caso del bolso pesado. Entró por la puerta de la cocina. Calentó el café con leche en la hornilla. Mojó el pan. Lo revolvió todo en el vaso. Se quitó el pantalón y lo tiró en la cama.
Entre las cosas del hermano encontró un condón. Lo infló. Lo amarró con un hilo. Salió al patio con el globo en la mano. El hilo estaba tenso por la fuerza del globo. En los dedos sentía la presión.
Se detuvo cuando vio al hombre que miraba hacia la casa.
—Estoy buscando a Yanelis Segura —dijo el hombre.
Luisito se acercó.
—Ella vive aquí —dijo—. Es mi hermana.
El hombre hizo un movimiento como de abrir el portón. El muchacho fue más rápido.
—No hay nadie —dijo—. Estoy solo.
El hombre se detuvo.
—¿Tu papá? ¿Tu mamá?
Luisito negó con la cabeza.
—Por la tarde —dijo.
El hombre hizo un gesto de resignación. Escribió algo en un papel y se lo entregó al muchacho.
—Soy profesor en el politécnico. Dale esto a tu mamá. Dile que vendré mañana. Que necesito hablar con ella.
Luisito vio alejarse al hombre. Se quedó mirándolo hasta verlo desaparecer en la esquina. Entró en la casa y dejó el papel sobre la mesa.
—¿Quién era? —oyó decir a alguien.
El hermano de Luisito estaba entrando. Cuando vio el globo, puso la cara mala.
—¿Quién era quién? —dijo el niño escapando al patio.
El hermano lo dejó correr. Lo miró desde la ventana.
—El hombre que estaba hablando contigo. ¿Qué quería? —dijo bajito.
Luisito soltó una maldición cuando el globo explotó. Quedó mirando los pedazos. El hilo colgaba de los dedos.
—Está bien, está bien. Te daré otro. Pero dime quién era el tipo, y qué era lo que preguntaba —dijo el hermano.
—Era un profesor del politécnico —dijo el niño.
El hermano saltó por la ventana. Agarró al niño por el brazo.
—¿Qué le dijiste? Dime si le dijiste algo —y aumentó la presión de los dedos.
—Nada. No le dije nada.
—Seguro te preguntó por Yanelis. Y seguro le dijiste algo.
—No le dije nada. Suéltame.
El niño logró zafarse. Corrió hasta el portón y escapó a la calle.
—No le dije nada —gritó cuando se alejaba—. Él no preguntó.
Corrió hasta el campo de pelota y se tiró en la hierba. Miró al cielo. Las nubes estaban altas. Nubes pequeñas. Redondeadas. Nubes blancas. Se amontonaban en lo alto como animalitos dóciles. Ovejas, pensó Luisito. Muchas ovejas en el cielo.
Muchas ovejitas blancas. Podían ser cabras también. Podían ser vacas diminutas.
Pero estaba seguro de que eran ovejas. Ovejitas blancas amontonadas en el cielo. Eso estaba muy claro. Pero no estaba claro por qué no debía hablar de Yanelis con nadie. Esas habían sido las palabras del hermano. No debía hablar de Yanelis, así como así, como si el hermano tuviera ese derecho a decidir. Como si hablar de Yanelis fuera algo peligroso.
Todavía recordaba la discusión. Hacía tiempo ya. Hacía cuánto. Demasiado tiempo hacía desde que Yanelis se fue para Varadero la primera vez. La madre lloró esa noche. La podía oír. Oía el llanto y las palabras. Podía oír también al padre que trataba de calmarla. Podía oírlo todo desde la camita estrecha del último cuarto. Al otro día el hermano le dijo que no debía hablar de Yanelis con nadie. No podía hablar aunque le preguntaran. No debía hablar de Yanelis, y mucho menos podía hablar de Varadero. El hermano le había hecho prometer que no hablaría de Varadero con nadie.
No entendía. Varadero era solo una playa que salía por la televisión. Más grande que la playita de la costa, sí. Pero seguro que no era más linda. Más grande sí, porque por ahí todo era siempre más grande que en el barrio. Pero más linda no. De eso estaba seguro. Y estaba seguro de que no se podía recoger allá unas piedras como las de la playita. Unas piedras redondas y pulidas, seguro que no. Se lo había preguntado a Yanelis cuando ella volvió. Pero ella no dijo mucho. Solo dijo que era una playa más grande. Nunca dijo que era más linda. Y de las piedras Yanelis tampoco dijo nada.
Así que eso no estaba claro. Yanelis no había dicho nada cuando vino. Estaba tostadita por el sol, y estaba un poco más flaca. Un poco más flaca, sí. Delgadita estaba. Tan gordita que era antes, pero nunca le gustó que le dijeran gordita. Solo él podía decirle gordita sin que ella se pusiera brava. Y él nunca se lo había dicho por maldad. Pero cuando ella vino estaba un poco más flaca. Estuvo unos días en la casa y casi no salía. Tenía mucha ropa nueva. Tenía dinero. Había traído regalos para todos. Por la noche venía un hombre a buscarla en un motor. Él nunca le vio bien la cara porque el hombre se quedaba allá afuera. Conversaba con el hermano mientras Yanelis se vestía. Ella se ponía unas ropas bonitas que trajo de Varadero.
Se ponía unos zapatos bonitos también. Se parecían a los que había traído para él, pero eran más bonitos. Sí. Había traído muchas cosas de Varadero. Muchas cosas y muchos regalos. Pero casi no conversaron. No fue como antes, cuando se acostaban juntos en la camita estrecha del último cuarto y se tapaban con la misma sábana.
La noche antes de irse otra vez ella discutió con la madre. Dijo que no regresaría al politécnico. Que eso de agronomía no le interesaba. Que volvería a Varadero. Era una lástima, tan bonita que se veía con el uniforme. Él oyó la conversación escondido detrás de las cortinas.
Yanelis habló de otras cosas que él no podía recordar. Cosas que no había entendido muy bien. Solo podía recordar que la madre lloraba. Y que el hermano entraba a cada rato a decirle a Yanelis que se apurara, que el hombre del motor la estaba esperando. Estaba contento el hermano. Se le veía en la cara. Y el padre no decía nada. Estaba cerca el padre, pero callaba. Fumaba sentado a la mesa y oía todo lo que ellas hablaban. Fumaba y no decía nada.
A Luisito no le gustó que Yanelis se fuera. Dormían juntos cuando ella regresaba de la beca. Ahora él tenía que dormir solo en la camita estrecha del fondo. Antes era estrecha igual, pero no era lo mismo. Se acostaban juntos y se tapaban con la misma sábana. Ella le decía que no se moviera tanto en la cama. Le hacía cuentos para que se durmiera rápido. Le hablaba del cazador que mataba tigres en la selva. Con las manos cazaba el hombre los tigres. Y los tigres saltaban más alto que el alto de un hombre. Mucho más alto saltaban los tigres, y él se pegaba un poco a Yanelis. Ella le decía que se durmiera rápido. Ella se dormía rápido siempre, pero él no podía. Pensaba en los tigres de la selva y se le pegaba un poco cuando ella se quedaba dormida. Se le pegaba mucho. La abrazaba sin que ella lo supiera. O quizá ella lo sabía. Quizá ella se hacía la dormida y se dejaba abrazar. Sí. Quizá ella se hacía la dormida. Y dormían así, abrazados, sin que ella protestara. Dormían siempre juntos, siempre abrazados, como las nubecitas blancas que se amontonaban en el cielo.
Luisito miraba las nubes y recordaba todo muy bien. Recordaba que Yanelis lo despertó por la madrugada, para despedirse, cuando se iba para Varadero la segunda vez. Le dio un beso y prometió comprarle una bicicleta.
Ella prometió eso.
Y ahora él recordaba que la directora de la escuela estuvo en la casa ese día. Sí. El día que Yanelis se fue estuvo la directora en la casa. Ella y otra mujer. Hablaron bajito en la cocina. La madre lloraba. Él no pudo oír la conversación porque tenía que irse para la escuela. Las maestras lo miraban de reojo ese día. Lo recordaba bien. Lo miraban de reojo y hablaban bajito. Lo miraban igual que cuando Yanelis se fue la primera vez. Y a él no le gustaba que las maestras lo miraran así. No le gustaba que hablaran bajito de Yanelis.
Se aburrió de mirar las nubes y se fue hasta la orilla del mar. Estaba linda la playa con el mar picado y los sargazos secos de la orilla. Estaba seguro de que era más linda que Varadero. Recogió unas piedras redondas. Las pulió con la mano. Las guardó en el bolsillo. Se preguntó si servirían para cazar un tigre. Estaba seguro de que podían servir.
Regresó a la casa y entró por la puerta trasera. Abrió el bolso de la escuela y puso dentro las piedras. Probó el peso. Demasiado le pareció. Demasiadas piedras en el interior. Pero no importaba que pesara demasiado. No le importaba demasiado el peso.
A las siete ya estaba Luisito cerca de las verjas de la casona. Arrastraba el bolso.
Pensaba en Yanelis y en el avión que los mecánicos no habían terminado de reparar.
Se detuvo cuando vio al hombre en el jardín.
Esperó.
Pensó en Yanelis otra vez, y pensó en Varadero. Una playa, sí. Solo eso. Nunca sería tan linda como la playita de la costa. Pensaba en eso cuando el hombre desapareció del jardín, y después, cuando abrió el bolso que pesaba demasiado y el timbre de la escuela dio a entender que ya era tiempo. Y pensaba en eso todavía cuando la pantera saltó sobre las puntas de las verjas.
Emerio Medina Peña (Mayarí, 1966). Es narrador e ingeniero mecánico. Ha publicado la novela infantil Sarubí, el preferido de la luna, y los libros de cuentos Plano secundario, Las formas de la sangre, Rendez-vous nocturno para espacios abiertos, El puente y el templo, Los días del fuego y Café bajo sombrillas junto al Sena, con el cual obtuvo el premio Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC en 2009. Además, ha sido ganador de concursos literarios como el Hispanoamericano Julio Cortázar en 2009, el Oriente en 2010 y el prestigioso Casa de las Américas de este 2011.