El fragmento que presentamos a los lectores de El Tintero pertenece a la novela La Biblia Perdida, ganadora del Premio Alejo Carpentier 2009 y en proceso de edición por Mónica Olivera en la editorial Letras Cubanas, del Instituto Cubano del Libro
Los ladridos de los perros se escuchaban a lo lejos, como en una pesadilla de la que no acababa de despertar. Todos los músculos de las piernas de Francisco se tensaron aún más y sus zancadas se hicieron más largas. Sudores de fiebre y miedo le bañaban el torso, le atolondraban la sesera.
Cuando dejó de oír los perros se detuvo y reconoció la herida otra vez. Un rasguño de bala, pero que se pudriría si no lo curaba a tiempo.
Soltó el puño del machete y se arrodilló. A seguidas se dejó caer de espaldas sobre la hierba. Por unos segundos los pedazos de cielo y huecos de luz diseminados entre las frondas lo embelesaron. Pensó en Soledad y su hijito recién nacido; pero esa voz de brujo que no se le salía de la cabeza le susurró que estaban muertos, que los contramayorales habían violado y torturado a la Soledad y descuartizado a su hijo.
Los ojos de Francisco se anegaron y una argolla invisible le oprimió la garganta. Era nada. Y ahora era nada de nada. Una bestia aterrada que huye de los perros.
Se incorporó y exprimió la sangre vieja de la herida. No obstante el dolor carnal, no podía dejar de llorar su suerte. Al cabo de un rato se sintió aliviado, el cuerpo flojo como una caña chupada. Llevaba dos días y noches sin dormir, corriendo sin detenerse excepto para masticar algo y beber agua. Los matojos y las púas le tenían los tobillos desollados, pero lo que más le atormentaba eran las voces que surgían en su cabeza. «Francisco se dejó engatusar por el negro francés» «Francisco mató amos y quemó ingenio», «La Soledad y el niño van a pagar por la villanía de Francisco».
Se echó de espaldas una vez más. Pese a los latidos en las sienes y la herida, los ojos empezaron a cerrársele. En ocasiones se despabilaba y corroboraba que la tira de cuero mantenía el machete atado a su muñeca, y que el cuchillo de monte estaba en su sitio. Un instante después volvía a amodorrarse.
«Francisco va a quedarse dormido».
Se incorporó de súbito. El frío del monte le punzaba el cuello y las costillas. Había dormido toda la tarde y la noche y ahora los pájaros y ranas mañaneras comenzaban su concierto del alba. Por un momento no supo dónde estaba. Veía puntitos luminosos ante sí y dentro de la cabeza atronaba un tambor insufrible. «Estoy muerto», se dijo, hasta que escuchó el gruñido.
Los dos perros se acercaban con sigilo, los pelos erizados y los colmillos sobresalientes. Cuando Francisco se puso en pie el más adelantado de los animales le saltó al cuello. Un tajo relámpago encontró al animal en el aire y le sacó el alma tras un fugaz alarido. El segundo perro tuvo mejor suerte. Aferró a Francisco por encima de la clavícula, justo en el sitio de la herida de bala. Hombre y fiera rodaron por el suelo. Francisco atinó a aguantar por la oreja la cabeza del animal que se retorcía sin cesar. Si esa boca se le hundía en las venas del cuello, todo habría terminado.
Una cuchillada veloz alcanzó al perro en un costado pero este no cedió en su afán. Después de la cuarta cuchillada las mandíbulas del animal se ablandaron. Francisco cayó de rodillas, temblequeante. Varias hilachas de sangre le bañaban el pecho y la espalda. Mientras intentaba cubrir las mordeduras con una mano trémula, las piernas se le convertían en dos trozos de roca. Tres hombres surgieron de la maleza, resollando. Francisco intentó blandir el machete pero todas sus fuerzas le habían abandonado. Respirar. Solo le quedaba respirar.
—Este es el último —dijo uno de los contramayorales después de recuperar el aliento.
El mayoral Antonio de Orihuela se acercó sin prisa y colocó el cañón del fusil contra la cabeza del negro cimarrón. A través del arma sintió el respirar grueso del fugitivo que se desangraba. Los cadáveres de sus últimos perros le conferían una gracia violenta al lugar. Entonces cierta morbosa satisfacción invadió al mayoral dejando al descubierto sus dientes manchados. Miró a sus hombres y rió sin embozo.
—El último —dijo, y soltó un salivazo negro de tabaco antes de apretar el gatillo.
Llegaría la época en que un rey negro igualaría a todos los reyes, se dijo Aponte. No como Henri Christophe, rey de una isla. Sería como Alejandro el Grande, o el preste Galawdewos. O como Napoleón. El rey de un imperio. El imperio más grande de la Tierra… pero sin esclavos de ninguna raza.
¿O sería preferible una emperatriz? ¿La nueva Candace, la emperatriz etíope, como reina de los Estados europeos? Una gota de sudor le penetró en un ojo. Aponte apretó los párpados con fuerza y, usando dos dedos, frotó hasta reducir el ardor.
Debía ser ya la medianoche porque toda la prisión se encontraba en silencio. Solo el murmullo de las olas contra el muelle de la Bahía, algunos ronquidos y los habituales insomnes que en otras celdas susurraban malicias.
Aponte frotó con la otra mano sintiendo la redondez del ojo bajo la delicada piel del párpado. Sus manos, como las del maestro Escalera, eran criaturas casi independientes que reclamaban su ración diaria de placer. No se conformaban con el uso común que hacían los hombres de las manos. Requerían de las sensaciones proporcionadas por las texturas de la madera; de los movimientos que creaban retratos, claroscuros, perspectivas… Si pudiera dibujar... Imaginó la Catedral de La Habana, no, mejor el Palacio de los capitanes generales. El Palacio construido sobre las espaldas de una multitud de negros esclavos y libres; negros con los ojos cerrados, de rodillas, las caras contra el suelo, apretujados unos contra otros; negros sudorosos, inmóviles, aguantando sobre sus entrañas la presión de los suelos y las galerías, las anchísimas paredes de piedra marina, las escaleras de mármol, las enormes bóvedas y exquisito mobiliario del Palacio de los capitanes generales. Negros con hernias monstruosas, como pintara el señor Parra. Negros sin cabezas, o con las cabezas metidas bajo tierra igual que los avestruces, como si les avergonzara ser humanos, tener derecho a vivir con decoro.
En los salones del Palacio pintaría la alegre confusión de una fiesta. Un baile en conmemoración del onomástico de su Excelencia, el benemérito capitán general Salvador José de Muro y Salazar, segundo marqués de Someruelos.
A la fiesta asiste lo más selecto de la aristocracia habanera. María Concepción, la bella esposa del marqués, recién llegada de España, saluda al doctor Tomás Romay. Hay un ápice de melancólica dulzura en la expresión de la marquesa. Mientras, inclina respetuosamente su cabecita ante los representantes de las familias de Casa-Calvo, de Casa-Bayona, de los Zayas y O’Farrill, de los Morales y Sotolongo, de los santa Cruz y Mopox… Su melancolía se irá disipando al estimar a las señoras y señoritas que lucen trajes y tocados a lo reina María Luisa. Se escucha la música de moda y la marquesa se alboroza, con disimulo, claro.
—¿Me permite una gavota, señora mía? —diría el marqués de Someruelos como un lechuguino afrancesado sin temor al ridículo.
Pues bien, se dijo Aponte con aspereza. Le disgustaba el aluvión de detalles inútiles que acudían a su mente. Pues bien, se bailaría la gavota, el pas-pied o cualquiera de los bailes criollos. Las parejas, moviéndose en las diversas figuras, sonríen al encontrarse; pero cada paso de danza, cada ligero saltito de alegría, arranca, bajo los suelos, un quejido a los negros-cimientos, a los negros-avestruces, que solo atinan a enterrar aún más sus cabezas y seguir soportando la presión del edificio sobre sus espaldas.
Sería una alegoría rotunda, pensó Aponte extasiado ante su propia visión, mirando sin ver la pared de su celda.
Cuando mayor animación alcanzara la festividad, aparecería el general Toussaint Louverture, el Cristo de los esclavos americanos, y abriendo los brazos clamaría: «Hermanos, levantaos». Entonces los negros-cimientos se pondrían en pie y correrían a abrazarlo y rendirle tributo; correrían hacia su Salvador derribando volantas y carruajes, enfrentando a su paso a las seis compañías de granaderos, a las tropas de Dragones y Guardias Reales; prendiendo fogatas por doquier, como en un día de san Juan, incendiando la ciudad… y entretanto, el Palacio de los capitanes generales se convertiría en un avispero de señoritas gritando, señoras que desfallecen (expresión de horror de la marquesa), y caballeros que se miran entre sí, desesperados, en busca de una explicación al repentino terremoto. Finalmente, el Gran Edificio Simbólico se hundiría en lo profundo de la tierra como un navío de la Armada Invencible que zozobra en medio del negro Océano con todas las arañas encendidas.
Ernesto Peña González (Santa Clara, 1976). Narrador. Licenciado en Letras por la Universidad Central Martha Abreu de Las Villas. Editor del Centro Provincial del Libro y la Literatura de Villa Clara. Obtuvo el Premio Alejo Carpentier de Novela en 2009. Entre sus libros publicados se encuentran Museo de ángeles caídos, Interior de una casa inexistente y Vestigios de Síbaris.