El narrador, traductor, periodista y profesor universitario, merecedor del Premio Literario de Mazatlán (México) y de la Crítica en Cuba, así como finalista del Premio Internacional de novela Rómulo Gallegos, 1994, comparte sus experiencias como creador
Narrador, traductor, periodista y profesor universitario, Julio Travieso (La Habana, 1940) cuenta con una obra literaria notable dentro y fuera de nuestro país. Autor de novelas muy aclamadas como Para matar al lobo y El polvo y el oro —Premio Literario de Mazatlán (México) y de la Crítica en Cuba, así como finalista del Premio Internacional de novela Rómulo Gallegos, 1994—, posee la Distinción por la Cultura Nacional. Como traductor ha llevado al español novelas tan significativas como El maestro y Margarita y La guardia blanca, ambas de Mijaíl Bulgákov.
—Entre 1967 y 1971, usted publica dos libros de cuento y una novela: Días de guerra, Los corderos beben vino y Para matar al lobo, que ya cuenta con cinco reediciones. Háblenos de esa etapa, evidentemente fecunda, en su trayectoria como creador.
—Esa fue para mí, y para muchos otros jóvenes escritores, una época fundacional, de sueños y proyectos. Hoy en día, algunos críticos desvelados la circunscriben a dos o tres autores. En realidad, casi toda una generación de escritores formó parte de ella y produjo lo que luego se llamó «la literatura de la violencia», que no fue más que el reflejo, en sus obras, de lo que se desencadenó en el país a partir de 1960.
«Nosotros fuimos testigos y participantes de ese proceso y lo llevamos a nuestras creaciones. Por eso, yo, que había tomado parte en la lucha clandestina contra la dictadura de Batista, que estuve preso en más de una ocasión y fui torturado, escribí una novela como Para matar al lobo y un cuento como el Torturado, donde se describe minuciosamente una sesión de tortura».
«En tal literatura, muy testimonial, muy directa, hubo una gran influencia de autores como Hemingway, Isaac Bábel y otros escritores rusos cuyas obras se publicaron en la década de 1920. Atención, cuando digo influencia de algunos autores rusos no se piense en el Realismo Socialista que se implantó en la URSS a partir de 1934. La literatura de la violencia nada tuvo que ver, ni le debió al Realismo Socialista.
«Para que se vea cuál era el espíritu de los jóvenes escritores de aquellos años diré que no se nos pagaba nada. Por mis tres primeros libros no percibí un centavo, y mi primer derecho de autor lo recibí solo por la tercera edición cubana de Para matar al lobo, ocho años después de la publicación de mi primer libro. No se asistía, como ahora, a ferias internacionales del libro, ni a eventos literarios en el extranjero. Incluso no estaban creados los talleres literarios nacionales, con sus encuentros periódicos, así que ni a provincias viajábamos. Parafraseando un popular dicho: “escribíamos por amor al arte”.
«En verdad, había que tener mucho deseo de escribir para dedicarse a la literatura. Sin embargo, en recompensa, existía, a diferencia de ahora, una crítica literaria, o dicho de otra manera, una prensa que se ocupaba regularmente de nuestros libros.
«Ahora bien, no solamente escribí esa literatura. También en Los corderos beben vino, mi segundo libro, había cuentos donde los personajes se burlaban (dentro de lo permitido en aquella época) de muchas de las situaciones absurdas provocadas por la burocracia».
—El polvo y el oro (novela, 1993) tuvo una excelente acogida por el público y la crítica, ¿considera usted que la novela rompe con su manera de narrar anterior?
—Sí, por supuesto que rompe. Es una nueva manera de narrar en mí, muy alejada de la literatura de la violencia, tanto en la temática, como en el estilo. En El polvo y el oro otra fue la temática, centrada en una historia y reflexión sobre nuestro devenir como cubanos y como nación, otro el estilo que enfoca más el lenguaje.
«Hacia 1985, cuando comencé a trabajar en esa novela, ya era otra la situación en Cuba, y atrás quedaba, muy lejos, la literatura de la violencia, con sus circunstancias y referentes. Habíamos cambiado, yo había cambiado. Una nueva generación había surgido y otros eran los lectores. Eso no quiere decir que aquellos libros no puedan ser leídos hoy, pero se leen con otra visión, como se leen los temas que no nos afectan directamente.
«Hay autores que se pasan toda una vida repitiendo uno o dos temas, con algunas modificaciones, pero siempre, más o menos, en el mismo escenario. Esto comprende a escritores internacionales de altísimo prestigio. Yo no puedo ser así. Parto del criterio de que todo debe cambiar, en la literatura y en la vida, pues lo que no se transforma se inmoviliza y, a la larga, se pudre.
«Por eso, hacia 1993, cuando el país cambió drásticamente, escribí dos libros Llueve sobre la Habana y A lo lejos volaba una gaviota, muy distintos a El polvo y el oro. Ambos se centran en nuestra realidad de los últimos tiempos, con sus traumas y dificultades. El primero es la historia de un marginal habanero actual; y en el segundo, encontramos las vicisitudes diarias de los cubanos durante los años 90. Ahora, en mi novela El enviado, de próxima aparición, es diferente a mis anteriores libros, pues se trata de una historia en el pasado lejano, unida a una reflexión sobre el bien y el mal entre los humanos».
—Como traductor ha realizado una labor importante. Cuéntenos de esa faceta. ¿En qué medida los autores que ha traducido han dejado una huella en su propia obra?
—Yo traduzco, fundamentalmente, del ruso. No he traducido tanto, aunque sí algunas obras relevantes, y no me siento como un traductor, en el sentido profesional del término, es decir, no me he dedicado por entero a las traducciones.
«No creo que esas obras hayan influido en mi manera de escribir. Sin embargo, un escritor como M. Bulgákov, en especial con su novela El maestro y Margarita, que yo traduje, y en breve saldrá aquí, me impactó y me hizo ver que incluso el mundo más horrible puede ser reflejado en la literatura a través de la ironía, la burla y la desmesura, algo que ya habían hecho, Rabelais, Swift, De Quincey, Papini, Kafka, por solo mencionar algunos nombres.
«Al hablar de las actividades colaterales a la propia obra que uno realiza, pienso en alguno de los prólogos que he publicado (para Los pasos perdidos y El acoso, de Carpentier; Gog, de G. Papini; Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de T. de Quincey,), en los últimos años en editoriales extranjeras. Recordemos que para escribir un buen prólogo hay que adentrarse (como en la traducción) en la esencia de la obra, en sus raíces ocultas. Al igual que con las traducciones, esos autores y sus obras, prologadas por mí, no han influido en mis libros, pero confieso que, en algún momento, me gustaría escribir de esa manera y reflejar el mundo con la ironía, la sátira y la desmesura que lo hicieron ellos. Si lo llego a hacer, mal o bien (ese es otro asunto), estaré cumpliendo lo que dije anteriormente, sobre la necesidad de cambiar y transformarse.
«Acabo de decir que escribí dos prólogos para dos novelas de Alejo Carpentier. De él, sí me siento deudor. Esos inmensos párrafos suyos, ese regodeo con el lenguaje, mucho me influyeron mientras escribía El polvo y el oro».
—Usted nunca ha abandonado el cuento, ¿qué le aportó el ejercicio de este género a su obra narrativa en general?
—Ni lo abandonaré. El cuento es un gran género por el cual casi todos los narradores hemos pasado. De cuentos fueron mi primer libro y el último publicado. Para mí ha significado aprender a desarrollar y concluir un tema en pocas páginas. Algunos de mis cuentos me sirvieron, luego, para las tramas de mis novelas. También su escritura me ha servido para descansar porque, para mí, hacer una novela es algo muy trabajoso y fatigante, que requiere largos períodos de investigación (en algunos casos, años) del tema que se desarrolla. No me sucede así con el cuento, cuya creación, a veces, me divierte. Para los que comienzan a escribir es un camino rápido para probar fuerzas y medirse con la literatura.