EN los tiempos de cambios, como estos, no parece que cambia todo lo que debe cambiar. A veces (o muchas veces o en ocasiones) cambia lo que no se debe. O lo que debe permanecer renovado, se desplaza o se empuja por otra «cosa»; que a algunos (o a unos cuantos) les parece bueno, novedoso, actualizado, lo último. Lo chic.
Ese es el caso, entre otros tantos, de ese extendido uso de sustituir los nombres o términos del idioma español (o el cubano, porque ese idioma también existe) por vocablos extranjeros. No hace falta caminar mucho para encontrarse con la situación.
Las reservaciones, por ejemplo, ahora no se hacen en línea; sino «online». Las tiendas, desde hace rato, no son tiendas sino «shops» o «shopings» o, en algunos casos, «store». Y cuando al anuncio se le va a añadir algo, la conjunción «y» se sustituye por el shakesperiano «and» o el símbolo equivalente: «&».
Así, pudiera aparecer por ahí que en un punto de venta se ofrece, por ejemplo, «perfurms & french waters». O el helado no es helado, porque ahora se llama «ice cream». O que el nombre del negocio, si es de arreglar carros, computadoras
y celulares, va muchas veces con el apellido del dueño seguido del «service»: «Yuniel service», «Raciel service», «Vázquez service» o «Ronquillo service».
Hasta las compañías de baile se están poniendo por delante, a todo tren y paso de conga, un «dance» bien grande, pese a que los giros y los meneos de cintura tienen más del calor del Caribe que la nieve en Londres y Nueva York.
En medio de esa goleada idiomática, una goleada con tonos de cañona, el nombre de los alimentos está, más o menos, en pausa. Al pollo todavía no lo han sustituido por «chicken»; aunque, de vez en cuando, hay algo en el ambiente. A la carne de cerdo tampoco se le ha encontrado el equivalente, tal vez porque anda muy escasa, y con necesidad de un programa para eliminarle las distorsiones y relanzarla a la economía.
Las croquetas, por su lado, parecen que andan por el estilo. Quizá porque no tengan traducción o sea difícil hacerlo; sobre todo con las innovaciones criollas que siempre están a la mano, como ocurre con las croquetas voladoras, las cosmonáuticas o las explosivas, que de eso hay historias.
Visto en perspectiva, este asunto no es nuevo. En la década de 1950 el tema andaba en sus fiestas de quince, con fotos y guirnaldas. El punto llegaba al nivel de que llavín era «yale» y el visitante, al entrar a una vivienda, había llegado al «hall», no al recibidor.
Y así por el estilo, porque, en el fondo, aunque no se dijera, la cosa era parecerse a los anglosajones, a los rubios; al punto, como ocurre ahora, de que en la navidad la onda era engancharse el gorrito de Santa Claus en una cultura donde no hay nieve ni trineos.
A esta altura del campeonato, cabe la pregunta: pero, bueno, ¿por dónde comenzó todo esto? Y las respuestas están sobre la mesa, que, por cierto, está más servida de lo que uno se imagina y con una carta que ya quisieran muchos restaurantes tener.
Porque es la economía, la vivienda, el día a día, que genera preguntas y cuestionamientos; pero, también, la burocracia y las viseras a la hora de enseñar sentidos de pertenencia. De convencer y no de imponer; porque aquí la cuestión no se resuelve con barreras, sino con debate, pensamiento, reflexión, con lecturas, con formas de enseñanzas que pongan a vibrar las venas y hacer sentir el orgullo (el sano, no el barato) por la identidad de uno.
Porque con tantas felicidades y oportunidades que nos da el idioma —el nuestro, el que inventamos a diario y nos protege—, duele o da sufrimiento verlo cuando se le relega o se olvida entre tantas sustituciones y horrores de ortografía. Por eso, como quien no quiere la cosa, en el librero hoy vamos a poner a la mano las crónicas del maestro Héctor Zumbado. Aunque sea para mirarlas de lejos y, por supuesto, para no olvidar lo que puede ser un deleite en el buen español.