Recuerdo aquel día en que «Papito», el sobrino de mi abuela, a la que considera una madre, llamó para avisar que Maritza y Reynier (su mujer y su hijo) vendrían a pasarse unos días a nuestra casa en La Habana.
A mí normalmente no me gustan las visitas, porque soy amante de la tranquilidad y la rutina; además de que una visita siempre altera, en cierta medida, las dinámicas de un hogar. Y este caso no fue la excepción. Aunque no imaginaba, ni por asomo, las sorpresas que me depararía la vida.
Así, llegó el día de la llegada de Maritza y Reynier. Sin esperarlo, sin imaginarlo, su estancia coincidió con un período que marcó a todos los cubanos: la primera desconexión del Sistema Eléctrico Nacional; ello acompañado de prolongadas lluvias y de un ciclón que azotó el oriente del país. Esas jornadas cada familia las vivió como pudo. Pero en mi casa los días fueron distintos, porque teníamos a Reynier.
Él, desde que llegó, se apoderó de un sillón y, cual vitrola, se la pasaba casi todo el rato cantando y meciéndose. Cantaba alto, quería que todos lo oyeran, incluso los vecinos. Entre el repertorio que conocía, podías pedirle algún tema de tu preferencia. Eso hacía yo cuando me cansaba de oírlo repetir la misma canción. Reynier era un gran conversador y yo empecé a disfrutar conversar con él. Le hacía preguntas sobre sus rutinas en Las Tunas y él, gustoso, siempre respondía.
Cuando llegó el apagón, no había mucho más que hacer, por lo que mis charlas con Reynier aumentaron; tanto así que cuando yo aprovechaba la luz natural que entraba por la ventana de mi cuarto para leer o adelantar algo de trabajo con la poca batería de mi laptop, él me llamaba o se asomaba a mi habitación para ver lo que estaba haciendo. Y yo salía, lo complacía —y me complacía—, me ponía a hablar con él, le pedía que me cantara una canción en específico, que me enseñara cómo él bailaba en los carnavales de Las Tunas o lo ejercicios que hacía en la Educación Física cuando estaba en la escuela.
Pero lo que más disfrutaba de nuestras conversaciones era cuando lograba sacarle una sonrisa. Nada me daba más felicidad en ese momento que verlo (son)reír. Aunque en esa etapa reinaba la oscuridad, mis días eran iluminados y felices; y todo gracias a Reynier. Desde que descubrí que arrebatarle una sonrisa me hacía feliz, esa era mi misión diaria, lo cual no era difícil.
Reynier es como un reloj. Sin mirar la hora sabe muy bien cuándo es el horario de almuerzo, el de la siesta y el de la merienda. Esta última siempre a las 3:00 p.m., porque coincide con la hora en que ponen por el canal Multivisión la telenovela turca Eternamente, así lo dice y casi lo exige, aunque también es riguroso con los otros turnos de comida. Reynier cada noche pide que al día siguiente hagan café para el desayuno, porque a él no le puede faltar su tacita en la mañana. Y cuando me ve desayunando me dice que no tome mucho café que eso altera.
Reynier vive diciéndole a mi abuela que está bonita, a mi hermano que es bueno y a los demás que nos quiere. De vez en cuando hace un chiste y nos pone a reír a todos. Él es luz. Tiene 30 y tantos años y, aunque a ratos con frases hechas deja entrever la sabiduría de alguien mayor, en general manifiesta la inocencia de un niño.
Por momentos me pregunto si conocerá la maldad, si ya le ha tocado verle la cara a esta, porque Reynier es una persona muy especial, tan especial que quizá haya quien no entienda esas cualidades que lo hacen único. Reynier tiene síndrome de Down. Y cuando se fue de mi casa lo extrañé, porque, pese a que un día después vino la luz, mi luz, la luz de mi hogar en esos días, se había ido.
Reynier se fue, pero me ha enseñado una gran lección. Y es que, más que aprender a (con)vivir con la diferencia, hay que encontrarle su encanto, hay que aprender a amarla. Me ha enseñado que cada cual es especial a su manera, aunque hay quien lo es más que otros, como él.