Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los embarques

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Pedir botella, un aventón (que no es lo mismo, pero a veces es casi igual a una aventazón), pedir que un vehículo te lleve de favor a un lugar, tiene sus cosas en cualquier época del año.

El primer problema está en el clima; porque no es lo mismo sacar el brazo o esperar en un punto de embarque en el verano que durante el invierno.

Con el frío, las personas se notan recogidas. Claro, a veces el día toma una temperatura que invita a no salir de casa y pedirle a tu pareja que te cargue en el sillón y cante un arrurú mi niño. En estos casos, «el botellaje» puede ser más suave, dentro de lo que cabe.

En la época soleada, en esta en que estamos, las personas se ven distendidas, ya sea en la sofocación o en la energía. Por las mañanas, con la fresca, andan activas; por las tardes, a medida que el sol calienta, empiezan a verse apagadas; pero no encogidas o hechas unos ovillos, como en el invierno.

Sin embargo, a partir de ahí se acaban las diferencias y comienzan las similitudes. Porque las botellas del invierno o el verano, por muy buenas que estén, tiene en común la incertidumbre, que llevado a ese grado emocional, a esa mezcla entre cansancio e impotencia, recibe el nombre de aterrille.

Estar aterrillado en un punto de embarque por estos días, en que los precios andan ya usted sabe donde, es asistir a una fotografía social: a una clarificación del alma humana; sobre todo de quienes no se detienen a recoger.

Porque, en ese sentido, hay de todo, pese a que los choferes conducen transportes públicos y muchas veces hasta casi vacíos. Es una galería, sencillamente.

Entre ellos, por ejemplo, podemos apreciar al ciego y con problemas en la cervical, porque pasa «entiezado», con la cara dura por las contracciones y sin echar un vistazo a los que hacen señas. Solo que la enfermedad dura poco: apenas pasan el punto de embarque.

Está el humorista, que se ríe con los pedidos de recogida. También, el malhumorado y que gesticula molesto al ver las señas o protesta cuando los «amarillos» lo obligan a pararse.

Otro es el compasivo por su cara de lástima, pero tampoco recoge a nadie y anda emparentado con los «cortiñanes», que hacen la seña de que no van lejos, hasta allá adelante, y siguen de largo. Están los «abnegados» (¡cómo olvidarlos!), que en las oficinas y otros lugares hacen llamados a la conciencia y luego pasan a millón frente al punto de embarque.

En todos esos casos, aun cuando sean de distintas formas (en voz alta, en un murmullo o en un gruñido), siempre hay un recordatorio para el día de sus progenitores; algo quizá lastimoso porque de seguro la mayoría de ellos no pensaron en tener tan «buenos» hijos.

La galería en estas situaciones es muy variada. Tanto, que hacen un ajiaco. Porque al lado de los que no recogen, aparecen los interesados; esos que van a millón y frenan cuando una belleza de los caminos apenas enseña el dedo. Otros son los vampiros: no recogen a menos que se les muestre un abanico de billetes.

Porque, hay que comprenderlo, dirán, la cosa está mala. Pero lo que es difícil de comprender es por qué, en medio de una situación tan difícil con tantas cosas (y con ellas el transporte) se siguen con los llamados (con la muela), y no se pasa a la acción. Mucho sustantivo y poco verbo.

Por eso no estaría de más hacer algo sencillo: bajarlos del carro y ponerlos en el punto de recogida. Para que vean que rico se pone la mollera en el punto de mediodía. Para que sienta, aunque solo por un segundo, si es que son capaces de percibirlo, la gratitud para el que recoge por solidaridad y el desconsuelo de la anciana o la madre con sus hijos pequeños cuando gente como ellos pasan por delante y con sus mismos ademanes. Para que sientan en carne propia, señoras y señores, la obra de sus propios embarques.

 

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