El papel estaba allí, sujetado por el limpiaparabrisas, pero no lo habíamos visto. La ansiedad nos ganaba y no atinábamos a nada más que no fuera buscar y buscar, aun en lugares increíbles. Jamás la llave se saca del bolsillo, pero ahora no aparecía.
Más de ocho horas habían transcurrido desde que llegamos a esa esquina del Centro Histórico habanero. El carro quedó ahí, estacionado, y con el equipaje encima de nuestros cuerpos nos alejamos una cuadra, donde trabajamos, hasta retornar al vehículo, casi a la medianoche. Sin embargo, la llave para abrir sus puertas no estaba y era inexplicable esa pérdida.
En medio de la búsqueda desesperada por cada rincón del equipaje, y con la idea, incluso, de regresar al lugar y hurgar en sus espacios, una voz se escuchó desde el camión estacionado unos metros hacia delante. El dueño de esa voz ahora mismo puede no saber que escribo sobre él, pero me siento feliz de saber que existe y ojalá otros muchos por diversos caminos actúen igual.
«Tengo la llave, la dejaron colgada a la cerradura del auto. La vi al parquear mi camión y pasar rumbo a mi casa. Esperé un rato, pero al no ver a nadie regresar, se me ocurrió dejar un papelito con mi teléfono para que me llamaran. Vivo cerca, y como pasaba el tiempo, decidí venir de nuevo al camión y esperar… porque siempre pensé que cuando aparecieran los dueños, se desesperarían al no tener la llave». Y nosotros ahí, con la boca abierta, sintiendo que el alma retornaba a nuestros cuerpos.
Imperdonable el olvido, o más bien el actuar sin concentración. Dejar la llave en la cerradura es casi una invitación al hurto, pero a veces sucede que tenemos la cabeza en otros lares mientras nuestras manos hacen otra cosa. Por suerte, reitero, ahí estuvo ese hombre. Daniel, me dijo que se llamaba Daniel.
En los tiempos actuales, no pocos pensamos que esas muestras de bondad y desinterés escasean. Por eso, oír alguna anécdota nos hace quedar como incrédulos, pero vivirla nos permite comprender que aun podemos tenerle fe al ser humano.
Cierto es que, en muchas ocasiones, prevalece el vil pensamiento de robar y beneficiarse por eso, al precio de la tristeza ajena. De hecho, días antes supe que a una amiga le robaron su bicicleta eléctrica, parqueada con candado y alarma activada en la entrada de la escuela de su hijo. Sin embargo, aquí estoy yo, escribiendo estas líneas para contar una historia diferente: la de la honestidad y la sensibilidad.
Loable es la conducta intachable. Tener principios inquebrantables en esta época, referidos a lo que es decencia, educación formal, honradez… es como ser de otro planeta. Y no quiero ser absoluta, pero realmente no abunda.
Por eso agradezco a este hombre su comportamiento y le agradezco a sus padres, quienes lo educaron en el sano ejercicio de la empatía. Aclaro: no hubo premio en metálico para él y estoy segura de que actuó sin esperarlo. Por eso es doble el agradecimiento, porque hacer el bien esperando un vuelto no es tan digno.
Recibimos una gran lección de Daniel. Cada vez que la llave se accione para abrir las puertas del carro, lo recordaremos con el ánimo de volverlo a encontrar y saberlo multiplicado en todas partes. No necesitó llaves él para demostrarnos que es posible confiar en los demás.