La Tierra, el planeta en que vivimos, reacciona de manera cada vez más violenta ante las agresiones infligidas por quienes debieron cuidarla y preservarla.
Los terremotos dejan una impresionante secuela de muertos y desaparecidos, a la vez que destruyen lo edificado por obra de los seres humanos. Los huracanes acrecientan la fuerza de sus vientos. Aumenta la desertificación. Se producen inundaciones arrasadoras. También crece la temperatura media.
El cambio climático no constituye un problema que habremos de sufrir en el futuro. Está ahí. Lo estamos padeciendo ahora mismo, aunque al amparo de poderosos intereses económicos, la depredación suicida prosiga. Mientras, paradójicamente, los pobres de la tierra asumen la defensa del porvenir.
Quizá todo empezó cuando, desde la pequeña Europa, salieron los navegantes para impulsar la conquista y colonización de África, América y Asia. De este último continente había regresado un comerciante llamado Marco Polo, deslumbrado ante la civilización que allí descubrió. Y comenzó la obsesión por el oro, que trajo a Cristóbal Colón a las islas que entonces denominaban Antillas y al mar que preserva el nombre de los indios caribes que fueron exterminados.
No había muchos metales preciosos en estas islas, pero fueron el trampolín para el oro, la plata y el estaño de México, la Nueva Granada, el Perú... Seis siglos después, la codicia no se ha detenido, porque ahora tenemos las reservas de petróleo, de agua y el litio, bienes valiosos en el presente y el mañana.
Las riquezas extraídas de los continentes colonizados fueron un componente decisivo en la acumulación originaria del capital. Tuvimos que pagar un precio enorme por el proceso que dio nacimiento al capitalismo. La colonización impuso modelos culturales ajenos a nuestra tradición. Así, por ejemplo, los aztecas tenían conocimientos muy avanzados de astronomía, pero carecían de armas de fuego y de espadas de Toledo. Hacían falta brazos para la producción, lo que requirió mano de obra esclava y dio lugar a la infame trata negrera. Nuestras economías establecieron estructuras deformadas que acentuaban la dependencia respecto a los centros económicos.
La expansión colonial fue un factor decisivo en el proceso que condujo a la agonía del feudalismo y a la formación de sociedades capitalistas. La Gran Bretaña se convirtió en dueña de los mares y, por consiguiente, de un comercio que ya empezaba a ser planetario, lo cual condujo a cambios en las concepciones políticas.
En el siglo XVII Cromwell derrocó la monarquía inglesa. Las concepciones económicas mercantilistas preparaban el terreno para definir los fundamentos del liberalismo. Desde las formulaciones teóricas se apuntalaba el nacimiento de la primera Revolución Industrial. En el siglo XVIII, la Enciclopedia, elaborada en Francia por Diderot y D’Alembert, incluía la tecnología entre las ramas del saber que tenían que divulgarse. Pero hubo una línea de pensamiento divergente. Juan Jacobo Rousseau indagaba acerca del origen de la desigualdad entre los hombres, revolucionaba con el Emilio las concepciones pedagógicas dominantes hasta entonces y proponía un vínculo amoroso del ser humano con la naturaleza.
Sin embargo, el poder real estaba cada vez más en manos de la burguesía, la clase social que emergió de los pequeños comerciantes y artesanos de la Edad Media. Después de la toma de la Bastilla y de la ejecución de Robespierre el 9 de termidor, la Revolución Francesa se alejó cada vez más del reclamo de «libertad, igualdad y fraternidad».
En el proceso, la burguesía se reafirmó en una ideología de progreso material. Impulsó la primera Revolución Industrial que, utilizando el carbón como fuente energética, ennegreció las ciudades con un polvo contaminante. Extremó la explotación de los trabajadores. Los testimonios de la época describen el drama de la infancia condenada a prolongados horarios de labor a cambio de salarios de miseria y a compartir con su familia la prisión por deudas. Los bancos crecían a velocidad vertiginosa. Prestatarios de los gobiernos, sus ganancias aumentaban en medio de los conflictos bélicos.
La eficiencia multiplicó la fabricación de bienes, demandó cantidades crecientes de materias primas y generó crisis cíclicas de superproducción, lo cual agudizó la lucha entre las potencias por el dominio de los mercados, así como la búsqueda de fórmulas para incentivar el consumo mediante el otorgamiento de créditos a los clientes y la paulatina sustitución de lo duradero por lo desechable.
Para satisfacer esas demandas, la expansión colonial prosiguió. El último reparto de África, acordado por Francia y Gran Bretaña, fue la causa inmediata de la Primera Guerra Mundial. La Alemania unificada bajo la guía de Bismarck aspiraba a obtener lo suyo en el convite.
Aquellos polvos trajeron estos lodos. Las heridas abiertas en el vientre de la Tierra están aparejadas a la brecha imparable que separa a los ricos de los pobres, a las minorías ahítas de consumismo de quienes padecen el hambre, las enfermedades, el porvenir cerrado a la esperanza y los sueños truncos. Por eso, la lucha por la emancipación humana está estrechamente unida al empeño por salvar el planeta.