Una canción de Pedro Luis Ferrer pregona un motivo de felicidad, para algunos jocoso, para otros común, llano, sin razón para tanta alharaca. El conocido tema, pegajoso y tarareado por muchos, estampa el deleite que puede causarnos conversar, fastidiar o enamorarnos a golpe de buen español.
Pero lo que gusta no es hablar ese español encartonado, rectangular y fieramente serio, casi fisiológico diría yo. Ese español de la necesidad humana, ese español amordazado y amenazante que nos llegó con la pose circunspecta de la conquista y colonización. No, no es el español de «yo querer hacer», «yo querer decir», como si no tuviésemos matices, altibajos, olas y rompientes en esta marea estremecida y agitada que es la cotidianidad.
El idioma que saborea, que abraza la canción —titulada Cómo me gusta hablar español—, que causa el goce plenísimo, es aquel que, sin confundirse con frases vulgares, juega, rejuega y permite el buen sentido al decir. Esa lengua espesa que es como miel chorreante, como caldo dejado al fogón para que gane en concentración y sabor, como ajiaco que invita al paladar creativo del hispanohablante. O, específicamente, del cubanohablante, porque nos distinguimos, como se distinguen otros pueblos también cuya lengua materna es el español.
Y ahora que aludo a la lengua materna, es válido reconocer que ese primer sistema de signos que aprendemos en las edades tempranas, muchas veces coincidente con el de nuestras patrias locales, alberga un tesoro cultural no siempre estimado en su justa dimensión.
Sobre el español de Cuba, entendido como esa mixtura criollísima fraguada de lo que nos llegó, en principio, del Viejo continente entre arcabuces y crucifijos, de lo que se logró tomar de los nativos, de la herencia africana y el influjo asiático posterior, cabría preguntarse cómo descubrir y aquilatar en nuestra lengua nativa la identidad cultural de la nación, al tiempo que la escuela, la familia y los medios hacen uso de ella, y han de asumir el encargo social de velar por el cuidado de su patrimonio, que no significa altisonancias ni recatos innecesarios en la palabra.
Nuestros medios de comunicación masiva han de ser ejemplos de autoridad lingüística por los valores que muestran. Pero sin almidonar el decir ni sujetar las ideas a esquemas sintácticos poco atractivos, que nada tienen que ver con la idiosincrasia abierta del cubano.
Por más que un tema popular declare armoniosamente cuánto de gracia feliz hay en hablar nuestra lengua española, plural y rica en posibilidades, es cuestión de todos, es principio de la sociedad que hace uso de ella, defenderla y darle cuerpo desde lo creativo, lo pintoresco, lo que nos define como cultura, sin aferramientos a marcas importadas o trajes rígidos.
Pero hay que andar con pie firme, con verbo meridiano, para que el desenfado no toque la vulgaridad, no le falte al respeto ajeno, no quebrante el sentido de lo relativo ni de lo movedizo, ni se trastoque en muerte prematura, o en padecimiento que a la postre lleva a lamentables desapariciones. Hay que pensar con tino cómo tener viva, resplandeciente y funcional la lengua. Y no matarla ni dejar que otros la maten a fuerza de algunas bravuconerías verbales que en ocasiones se escuchan por ahí.