El 30 de diciembre del pasado año arribaba a su centenario Haydée Santamaría, nuestra heroína del Moncada. No podemos dejarla morir. El reconocimiento de su dimensión heroica es un acto de justicia histórica. Implica la reafirmación de paradigmas indispensables en el plano de la conciencia para seguir defendiendo nuestro proyecto de emancipación humana. No pueden congelarse en estatuas marmóreas. Su grandeza reside en que supieron alcanzarla desde su frágil condición humana, compartida por todos nosotros.
Haydée había pasado por la vivencia del espanto y del dolor más atroz cuando en el Moncada le mostraron los restos del ojo arrancado al hermano más querido. Y supo levantarse para luchar y hacer obra.
Hay que defender la vida es una recopilación integral de textos de Haydée Santamaría compilados por Jaime Gómez Triana y Ana Niria Albo Díaz, de reciente publicación conjunta de las editoriales de Casa de las Américas y la Uneac.
Para quienes tuvimos el privilegio de conocer a Yeyé, la lectura de estas páginas nos estremece y nos quema las manos. Volvemos a escuchar su voz, a encontrarnos con su palabra viva, portadora de una autenticidad esencial, tal y como se revela en las entrevistas, charlas y conferencias y en la correspondencia recogida en este volumen apegado a un estricto orden cronológico.
Los acontecimientos de la historia grande se entrelazan con iluminadores destellos de confesión personal. Otros lectores descubrirán al ser humano, así como las claves fundamentales de una cultura del diálogo y del arte de hacer política.
Haydée Santamaría nació en el central Constancia, actual Abel Santamaría. Dotada de intuición, sensibilidad e inteligencia excepcionales, en ese entorno limitado pudo vencer tan solo la enseñanza primaria. Y, sin embargo, desde edad temprana, guiada por su hermano Abel, comenzó su aprendizaje de la vida, la sociedad y la cultura.
Alejada de generalizaciones abstractas, la formación comenzó con el progresivo descubrimiento de las contradicciones latentes en su contexto inmediato, el papel de los dueños del ingenio, las condiciones en que sobrevivían los más desamparados y la conciencia alienada de su propia familia, relativamente privilegiada por tener empleo durante todo el año y adherida al modo de pensar de los explotadores. La perspectiva crítica hacia sus padres nunca laceró el amor profundo que la ataba a ellos.
Cuando Abel y Haydée se trasladaron a La Habana, el magisterio prosiguió con creciente intensidad. El apartamento de 25 y O se convirtió en el espacio donde, con el liderazgo y la presencia constante de Fidel, se fraguaron ideas, proyectos y acciones concretas con vistas al derrocamiento de la tiranía y a la edificación del país soñado.
Haydée había contraído el hábito de la lectura, que no abandonaría nunca. Martí devino para siempre su compañero, tanto en la angustia y la soledad del presidio como en la fecunda tarea creativa emprendida después del triunfo de la Revolución. Como debe suceder en todo aprendizaje verdadero, el proceso imbricaba el conocimiento recogido por la letra impresa y los desafíos impuestos por la realidad palpitante de la vida, porque la lectura es una práctica dialógica activa. Para que las páginas de un libro cobren sentido, el lector tiene que formular preguntas nacidas de lo más íntimo de su ser y de sus circunstancias.
En esa convivencia, en medio de peligros de toda índole, Abel sembró valores en un espíritu dotado de sensibilidad, intuición e inteligencia innata, entre los que figuraban la insobornable fidelidad a la causa, la confianza en la fuerza transformadora del amor y el modo de acercarse a la complejidad de los seres humanos, teniendo en cuenta los rasgos individuales, nunca sujetos a una abstracta división entre malos y buenos.
Asumida por Haydée la sutileza, ese modo de contemplar al otro se revelaría más tarde en las semblanzas contrastantes de Abel y Frank País. Se manifestaría también en su correspondencia personal, que abarcaría un amplio espectro de destinatarios, desde intelectuales de fama internacional hasta ciudadanos comunes y algún contrarrevolucionario que guardaba prisión y se había dirigido a ella.
Después del triunfo de la Revolución, Haydée Santamaría se hizo cargo de la fundación, desarrollo y consolidación de la Casa de las Américas, una de nuestras instituciones culturales que alcanzó un alto reconocimiento internacional y dejó sentir su impronta en la historia de nuestra cultura.
Entregada hasta entonces al combate en la Sierra y en el llano, no había tenido oportunidad de frecuentar el ambiente artístico. Pero a través de la lucha adquirió saberes esenciales. Convencida de que —como lo afirmó Fidel al llegar a La Habana en plena euforia de un pueblo victorioso— lo más difícil estaba por venir.
Con esa visión Haydée percibió la necesidad primordial de fortalecer los vínculos culturales entre los países de la América Latina. Forjó un equipo plural, portador de experiencias diversas en el campo de la cultura, profundamente comprometido con el proyecto emancipador de Nuestra América.
Contó con la colaboración, el consejo y los señalamientos críticos de intelectuales latinoamericanos que permanecieron durante un tiempo trabajando en la que devino su Casa. Habría que recordar, entre muchos otros, a Manuel Galich, Ezequiel Martínez Estrada, Mario Benedetti y también a Roque Dalton, Haroldo Conti y Rodolfo Walsh.
El poder convocante de Haydée, su carisma, procedían de la incorporación al quehacer cotidiano y a la acción política de los valores otrora sembrados en su espíritu, al íntimo maridaje entre la insobornable fidelidad a una causa y su manera de establecer el diálogo con interlocutores diversos.
Al cabo de cien años de su nacimiento, en un planeta que mucho ha cambiado, la enseñanza de Haydée sigue siendo necesaria. Escuchemos su voz y aprendamos de ella.