Aquella noche temblé de emoción y hasta de asombro. Tenía 24 abriles y no me pasaba por la mente que mis vecinos de Cautillo Merendero —muchos de los cuales me habían visto crecer— me nominaran públicamente como candidato a delegado del Poder Popular del municipio granmense de Jiguaní.
Nervioso, no atiné a responder ni una sola de las palabras de felicitación de amigos y conocidos después de la reunión, acaso porque sabía lo que vendría después: la posibilidad de representar a la gente.
Tiempo después me enteré de que mi «contendiente» en las elecciones sería un amigo del barrio que no llegaba a los 35 años, jocoso y ocurrente, de hablar rápido y de los que «no tienen pelos en la lengua».
Lo cierto es que ninguno de los dos fue postulado por partido alguno, no hicimos campaña política, no hubo ventajismo ni ataques o confrontaciones y, concluidas las votaciones, terminamos abrazándonos en mi casa.
Todas esas reminiscencias me llegan al cerebro cuando este domingo desarrollamos las elecciones municipales del Poder Popular en su primera vuelta y porque dos décadas y media después comprendo mucho mejor lo que está en juego, más allá de escoger a alguien en un barrio.
Con ligeras diferencias respecto a aquel tiempo, estos comicios se efectúan en una Cuba que es distinta en muchos modos y cualquier resultado pudiera ser analizado con una lupa y un puñal.
Sin embargo, más allá de la mirada externa hacia nosotros, debemos apreciar lo que se desprende «a lo interno» de estas elecciones. Porque en ocasiones, queriendo demostrar la valía de un sistema democrático distinto, hemos caído en «panfletismos» baratos o en algo todavía peor: en el formalismo.
No basta con nominar y elegir, que de por sí son dos acciones de peso. Es preciso mandar, un tercer verbo que está en manos del pueblo, como la Constitución establece, pero que no debe terminar perdiéndose en burocratismos y apariencias.
De aquella época en Cautillo Merendero, por ejemplo, recuerdo varias escenas del delegado electo «cayéndole atrás» a directivos que jamás dieron la cara ante los electores, a pesar de reiteradas peticiones, citaciones y quejas populares.
Esas realidades, repetidas después en otros escenarios, reafirman la necesidad de convertir el eslogan de «el poder del pueblo, ese sí es poder» en acciones y verdades, tal como pedía el ilustre intelectual cubano Alfredo Guevara (1925-2013).
No puede ser que los electores, acostumbrados a codearse con sus representantes gubernamentales, pierdan la perspectiva de que por ellos mismos comienza el «gobierno de la multitud», esbozado por Platón en la Grecia antigua.
Los ciudadanos deberían ser auténticos regentes en la comunidad, algo que se escribe fácil, pero que implicaría «sacudir la mata», empoderamiento y participación popular, cambios estructurales, mayor reconocimiento al delegado, entre otras cosas.
En todo caso, uno de los primeros eslabones de ese camino está en las urnas, de las que, por cierto, saldrán futuros diputados a la Asamblea Nacional, teniendo en cuenta que hasta la mitad del Parlamento cubano está compuesto —ley mediante— por delegados de la base.
En estas votaciones vuelve a debatirse no solo un sueño o un símbolo, aunque haya que seguir mirando más allá de las urnas.