Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Pesadumbre

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

El señor de pulóver gris lleva la piel tatuada de rojo. Sus brazos, la nuca y el rostro arrugado son tan oscuros que asustan y apenas disimulan las manchas del tiempo bajo el sol. Por dentro, así lo parece, lleva el alma clara y limpia. Digo esto y a lo mejor exagero en la descripción. Poco más vi. Quizá el pelo níveo, la ropa ajada, el aspecto churroso. Cosas sin relevancia.

Pasé por el lado suyo de manera vertiginosa. Lo observé volviendo la mirada hacia atrás, a lo mejor un metro más allá. Lo juro. Antes él extendió sus manos y musitó una petición. Quería algo. Probablemente dinero, o algún bocado de comida, o atención para alguna ayuda de otra índole. Yo solo entendí esa palabra: una ayuda.

Y, caramba, era muy fácil. Apenas comprendí. Lo miré de soslayo, tirado en aquel pedazo de acera, rodeado de un par de muletas y de cajas manchadas, con un escudero perruno recostado a sus piernas. Pero seguí. Allí, en esa esquina, pedir es un mantra.

Ayer, justo enfrente, otra señora me exigió un aporte. Cinco pesos, dijo con tono imperativo. Le respondí que no tenía, que apenas iba con las monedas contadas para alcanzar una guagua rumbo a casa, que sí, que para mí la vida también está dura.

Ella me observó desde la punta del pelo hasta los dedos gordos escondidos bajo mis zapatos. Noté desprecio en sus ojos. Llevaba una cartera impoluta y un pañuelo en la cabeza, hasta las uñas pintadas, si mal no recuerdo. No tenía pintas de mendiga.

Hoy, por hastío, decidí pasar de largo. Siempre lo mismo, ya no me engañan, me vino en ráfaga cual pensamiento. Decidí evitar el desprecio y erré. Lo confieso. Fue un puñal descubrirlo cinco segundos después. Algún golpe interno me obligó a volver la vista. Ya había cruzado la calle cuando encontré entonces su mirada, su cuerpo mancillado, ese rostro de desdicha.

Quise volver. Lo juro. Estuve a punto, a medio segundo, a medio paso, a medio miligramo de sensibilidad. No lo hice. Seguí con el pecho apretado. Caminé más rápido. Y me cuestioné en cada paso el porqué de mi egoísmo.

Hoy, todavía, me pregunto por qué no volví la marcha y le ofrecí, al menos, el apoyo inestimable de la comprensión. Por qué decidí compartir la pesadumbre a posteriori.

Medito ahora otra vez y creo que, si bien no tengo la solvencia para entregar una moneda a cada uno de aquellos que extienden su mano en petición de clemencia, he de abrir bien los ojos. Cada dinero ignorante de los verdaderamente necesitados que posea, comenzará a pesar demasiado en mi bolsillo. Será un martillo constante en mi conciencia.

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