La discrepancia es, a no dudarlo, uno de los motores de la evolución. Enciende el pensamiento, fertiliza ideas y genera cultura del debate. Por eso siempre será chato y gris un país en el que todos digan o simulen pensar igual, como autómatas ante el tiempo y la vida.
Innumerables veces el socialismo cubano, estigmatizado y vituperado por enemigos de la derecha más rancia, incluso cuestionado por «izquierdas de distintas inclinaciones», ha cargado en su frente el cuño mordaz de esa etiqueta; es decir, la del automatismo o la falta de divergencias. Se ha querido implantar como «verdad» —propósito que tiene cierto éxito en el cerebro de algunos— que aquí todos estamos obligados a la aprobación genuflexa o a la mirada acrítica.
En consonancia han surgido —y no por invención azarosa del destino— otros sellos como «régimen», «totalitarismo», «dictadura», «castrocomunismo» o «isla-cárcel». El glosario resulta mucho más amplio y se reitera con virulencia casi a cada segundo por las redes sociales y los medios hegemónicos de comunicación.
La repetición, que como decía Franklin Delano Roosevelt, «no puede transformar una mentira en verdad», sí logra crear reflejos condicionados en los seres humanos. Y en ocasiones consigue provocar actitudes de odio y de rechazo, de enfrentamiento o bandera levantada.
Las llamadas revoluciones de colores nacieron precisamente del azuzamiento y la convocatoria permanente a la plaza, aprovechando, por supuesto, cuotas no desdeñables de descontento.
Desde que el politólogo estadounidense Gene Sharp escribió De la dictadura a la democracia han pasado casi 30 años, pero los cerca de 200 métodos para derrocar gobiernos se mantienen casi intactos (algunos se han «enriquecido»), agrupados en tres grandes bloques: la protesta, la no cooperación con las autoridades y la intervención extranjera.
Estas ideas vienen a la mente ahora, justo cuando Cuba probablemente necesite más que nunca la discrepancia sana y la mirada crítica, dos elementos que se han confundido con la «debilidad ideológica» y el hipercriticismo. Necesitaríamos repasar los intensos debates entre Blas Roca y Alfredo Guevara sobre temas culturales o los que sostuvieron Carlos Rafael Rodríguez y Ernesto Che Guevara sobre asuntos económicos a principios de la Revolución para tenerlos como referentes.
Estos conceptos también desembarcan en esta página porque, en medio de una situación demasiado peligrosa para la nación, valdría resaltar que los anexionistas modernos están pretendiendo ocupar ese carril de la «diferencia» o mostrarse como las voces distintas-salvadoras, cuando en realidad son el calco perfecto del discurso salido de la Casa Blanca o de una televisora «libre» de Miami.
En nada difieren, discrepan o divergen del guion montado por la misma potencia extranjera contra cuya expansión luchó José Martí hasta el último día de su existencia, hasta caer en combate en los campos de Dos Ríos.
Esa falta de originalidad, que ahora los acorrala por sí misma, no puede subestimarse ni repetirse de «este lado», porque serían errores políticos muy graves. Si esta vez enarbolaron la «marcha pacífica», en el futuro ensayarán otras formas de lucha y otras maneras de seducción, supuestamente no violentas, para derrocar al «régimen». Y habrá que acostumbrarse, también, a lidiar con esas coyunturas, con firmeza, pero especialmente con inteligencia y argumentaciones.
No será con los brazos cruzados como se superará a los que, refugiándose falsamente en el Apóstol o en otras figuras de la independencia, hablan de una Cuba mejor. Es muy cierto que nuestro país necesita cambiar mucho, no estancarse ni vivir de glorias o conquistas pasadas, que hoy, por la fuerza de la costumbre, se ven como «normales».
Será haciendo a la Revolución más atractiva y más discrepante (si cabe la palabra), diferenciando a apátridas de inconformes, huyendo de la verticalidad excesiva o de la consigna vacía, escuchando a los de abajo (con todos sus problemas, que no son pocos), buscando mayor consenso sin la falsa unanimidad —tan criticada por Raúl— y sin el aburrimiento de repetir fórmulas ya gastadas en distintos escenarios.
El mismo Fidel, en su memorable Palabras a los intelectuales sostenía que el proceso cubano debía atraer no solo a los revolucionarios, sino también a los que tuvieran dudas, a los honestos (aunque no fuesen revolucionarios), a la mayor parte del pueblo. «La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios», decía él hace 60 años.
Esa filosofía no podemos cambiarla, por más que hayan variado los escenarios. Estamos abocados a demostrar, con palabras y sobre todo con hechos, que el socialismo debe ser inclusión y participación, debate y contraposición, metamorfosis y libertad, verdad y realización.