«Quiero ser ingeniera. Como tú». Mi madre alzó la vista para «reírme la gracia». Sacudió la cabeza siempre despeinada, ajustó los espejuelos y volvió a sus papeles bajo la poca luz del comedor de la casa donde parábamos en sus largas estancias en Macún, la empresa pecuaria de Sagua la Grande, por entonces base de operaciones de sus sueños de investigadora.
Esa mañana habíamos subido a la motoniveladora que abría los grandes canales del nuevo sistema de drenaje, desafiando la gravedad como atracción de feria. Habíamos tomado una pala cada una para demostrar a la brigada de obreros, reticente con la obra, cuál era la profundidad y acabado deseables. Luego, la había escuchado discutir, plano topográfico en mano, porque alguien «de arriba» insistía en instalar una máquina de riego donde hasta las reses se estancaban si caía un chubasco.
«Voy a ser ingeniera», insistí esa noche, y al regresar a La Habana de aquellas vacaciones intrasemestrales de 12mo. grado, llené mi boleta con una sola opción: Riego y Drenaje.
De más está decir que me la dieron. El primer día, cuando el decano preguntó al centenar de jóvenes sentados en la recién inaugurada sala de conferencias, quién había cogido la carrera por vocación, solo se alzaron dos docenas de manos: las de los técnicos a quienes otorgaron la plaza como estímulo, y la mía.
Ah, pero no habían pasado dos semanas en el entonces Iscah (hoy Universidad Agraria de La Habana) cuando me crucé en la calle con una de mis profes de Español y Literatura: la que me llevó a concursos provinciales y susurró en mis oídos varios de los títulos más sublimes que había devorado hasta entonces.
Con no fingida indignación me dijo: «¡A mí no me hables! Ya me enteré de lo que elegiste. ¡Qué desperdicio!». La miré asustada, como si por primera vez me descubriera una falta de ortografía, y quise explicar mi auténtico deseo de avanzar en ese mundo, tan mío desde que nací gracias al arrojo de mi madre, que me llevaba consigo en sus recorridos de trabajo.
Pero no me dejó. Con un dedo en el aire insistió: «Te dije en serio que no me hables… Hasta que no vuelvas a las letras, que es lo tuyo. Ya lo verás». Y sí, el vaticinio final fue un tilín más dulce, pero seguí petrificada, indecisa aún entre llorar o echarme a correr de la vergüenza por decepcionarla.
La vida, que siempre tiene las mejores respuestas, le dio a mi profe la razón. En 1991 recibí el título de ingeniera a la par que el de mejor graduada por Cultura en mi facultad, por publicar poemas y actuar en los escenarios. Hice el servicio social en una empresa agrícola de las FAR y al mes estaba en un taller literario de la retaguardia. Viajé, probé otros oficios, regresé a mi universidad como profesional y cuadro de la UJC… pero los «ta» me sorprendieron frente a un aula de primaria, enseñando a leer y contar historias a una treintena de inquietas criaturas, que dieron vida a un libro con el que pusimos más ciencia a esa aventura de descubrir las letras, sílabas y palabras, como si se tratara de optimizar cultivos en un campo de nutritivas hortalizas.
Una década después de graduarme, por azares explicables, me vi sentada en un aula de JR en las mañanas y zapateando noticias en las tardes, casi siempre con mi hijo en el regazo (ya saben: lo que se hereda no se hurta). Antes del mes en esas lides me tropecé con mi profe Nancy en una cobertura de la Uneac, y no pude menos que sonreír «derrotada» cuando la vi acercarse con los brazos abiertos, satisfecha de conocer a su alumnado tanto como a los clásicos de nuestra Lengua.
En mi defensa debo decir que aquella vocación agrícola no era embullo de adolescente: mi techo está lleno de canteros para relajar las tensiones periodísticas y reforzar la mesa familiar, y aún sueño con vivir en una finquita ecológica donde escribir sea placer, más que oficio u obligación.
Además, como dice mi esposo (otro ingeniero devenido caricaturista) lo que es drenar, no dreno mucho, pero sí riego que es una barbaridad… Y no solo con agua, ciertamente.