Este 21 de mayo cumplo 75 años de edad. Yo nací en 1945, en el hospital de Maternidad Obrera de Camagüey, como decía orgullosa mi mamá, «una muchachita» de 23 años en ese momento; «en los últimos días de la II Guerra Mundial», puntualizaba mi padre, un obrero azucarero del Central Jaronú, de 35, que en «tiempo muerto» se desempeñaba como técnico de rayos X, el primero que tuvo el Hospital General de la ciudad. Esos son los datos que retengo de las tertulias familiares, desde que tenía cinco o seis años, cuando «el viejo» hablaba de los días de la guerra «en la que Batista metió a Cuba», la trampa del azúcar cubana barata para apoyar a los aliados, la escasez de arroz, manteca, jabón y tantas otras cosas que venían de Estados Unidos, debido al tratado comercial en vigor. No es que mi padre supiera tanto, pero los azucareros, con Jesús Menéndez, supieron asesorarse muy bien y en la posguerra —por lo menos hasta 1949/1950— lograron sacarle a «los americanos» y al gobierno de Grau San Martín un ingreso extra —el diferencial azucarero—, un recurso legal brillante que dejó mareados a los yanquis —decía papá— «y por eso mataron al líder obrero azucarero, por negro y defensor de los obreros».
Con esas historias dándome vueltas en la cabeza comencé a pensar en estos 75 años, como la de los días posteriores al cuartelazo de Batista, el 10 de marzo de 1952, cuando papá llegó muy serio y oí que le dijo a mi madre que lo habían dejado cesante en el hospital. Su plaza se la dieron de premio a un batistiano, un tipejo que le ofreció la mitad del sueldo para que trabajara en su lugar: «un botellero». Así, o peor, fue hasta el 31 de diciembre de 1958.
Siempre estudié y trabajé a la vez. El 1ro. de enero de 1959 me sorprendió en la calle, a las siete de la mañana, con un saco de arroz «TíoBen» (UncleBen) que acarreaba en la parrilla de mi bicicleta, que usaba como mensajero. Al pasar por una cafetería de las que vendían la tacita a tres centavos vi un gentío que gritaba: ¡se fue Batista, se fue Batista! Arranqué a todo dar, solté el saco de arroz en la bodega, y salí a buscar a mi padre para celebrar.
La Frontera, tienda de víveres de Sedano y Desengaño, era propiedad de Guillermo Mediavilla, un amigo de mis padres. Yo tenía 13 años y poco cuando aceptó mi pedido de que me dejara aprender, sin sueldo. Las clases estaban suspendidas por la huelga estudiantil nacional de 1958. Quería ganar mi propio dinero y ayudar en casa. Podría mostrar mi interés y facultades detrás del mostrador y, quién sabe, algún día ocupar un puesto fijo con salario. Unos diez pesos mensuales.
Los nacidos en 1945, los que cumplíamos 14 o 15 años en 1959, nos convertimos en la generación que vio abrirse las puertas de todas las oportunidades de alcanzar los sueños de la niñez. Aquello que respondíamos cuando nos preguntaban qué queríamos ser «cuando fuéramos grandes».
Y también fue la de los alfabetizadores, la de los primeros «cinco picos» —muchachos que subían al Turquino, en la Sierra Maestra, para ganar un puesto en escuelas militares—, la de las milicias estudiantiles que marchaban de noche y los fines de semana, la de los fundadores de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) en Institutos de Segunda Enseñanza, escuelas de Comercio, fábricas y cooperativas agrícolas, la de los artilleros de «las cuatro bocas» en Girón. En fin, los conquistadores del futuro.
El 21 de octubre de 1965, cuando JR comenzó a hacer historia, era un guajiro camagüeyano —como siempre digo— que recién iniciaba estudios en la Universidad de La Habana para ser profesor de Historia, al tiempo que la enseñaba en una escuela tecnológica, en el distante barrio de Boyeros.
Antes de trasladarme a La Habana había trabajado más de dos años en la emisora de radio CMJK, de Camagüey, pero jamás me pasó por la mente ser periodista. Sin embargo, escribía notas culturales que alternaban con la música instrumental, y fui fundador y guionista del programa juvenil Festival Musical, en Radio Cadena Agramonte.
Desde niño sentía una enorme pasión por los medios, la radio —que mamá mantenía encendida de la mañana a la noche—, la revista Bohemia que traían a casa los domingos y el diario Prensa Libre, al que estaba suscrito mi padrino, un hermano de mi mamá que vivía en casa.
Me encantaba el poder seductor de los anuncios radiales. Creo que desde que tuve uso de razón me interesé por los sucesos de actualidad. Me gustaba leer, escribir, hablaba mucho y quería saber de todo, pero desconocía el Periodismo como profesión.
Todavía me sorprende estar completando 60 años de vida laboral, de ellos 50 en los medios de prensa, incluyendo 37 años en Prensa Latina, de 1972 a 2009, cuando me jubilé, tras una riesgosa operación de columna vertebral que pensé no me dejaría trabajar más. Sin embargo, en enero de ese año inicié una colaboración como Analista Internacional en la Mesa Redonda de la TV cubana, que dura hasta hoy, y también soy comentarista en el noticiero Aquí Rebelde, de la emisora Radio Rebelde.
Aún me parece increíble, a los 75 años de edad, ser un periodista activo del Diario de la juventud cubana, al que yo llamo con mucho cariño y agradecimiento «mi asilo juvenil», en verdad una secreta premonición cumplida.
Confieso que el día que JR salió a la calle, una fugaz ilusión cruzó mi mente de estudiante universitario, cuando el olor a tinta de imprenta fresca me hizo girar la cabeza en la parada de 23 y L, frente a Coppelia, en el mismo instante en que un recio mulato dejó caer un bulto de periódicos en la acera y gritó: ¡Arriba, aquí está Juventud Rebelde!