Han transcurrido ya 30 años, apenas un pestañazo en nuestra historia común, y aún no son pocos los testimonios ligados a la tragedia nuclear de Chernóbil que están por conocer.
Para una parte de la humanidad, la de las nuevas generaciones, es un hecho que de no enseñarse en las clases de Historia tendría que redescubrirse en los libros, la prensa o dando clics sobre alguna pantalla que devuelva el pasmo…
Junto a otros de mis coterráneos que realizaban diversas tareas en la entonces República Socialista Soviética de Ucrania, me tocó vivirlo relativamente cerca. Corrían los tiempos de la perestroika y yo era apenas un estudiante de Periodismo en la ciudad de L’vov, a unos 500 kilómetros de Chernóbil.
Aconteció el sábado 26 de abril de 1986 y es catalogado aún junto a la catástrofe de Fukushima, en 2011, como la avería más grave de su tipo en la historia, al alcanzar categoría de nivel siete, el más alto según la Escala Internacional de Eventos Nucleares (INES).
Junto al pueblo soviético el personal cubano colaboró en cuanto pudo con la recuperación. Cientos de estudiantes cubanos y de otros países donaron su sangre y colaboraron en otras iniciativas del Komsomol. Sin embargo, más que los detalles de aquellas circunstancias, prefiero recordar una anécdota sucedida años después y que conforma mi concepto de cubanía.
Envuelta L’vov en los avatares de problemáticas nacionales que brotaron a flor de piel durante aquellos años de no menos trágicas transformaciones sociales, lo cierto es que hubo un día cuando en las calles de la ciudad, y también en sus aulas universitarias, se dejó de hablar de plano en ruso; solo se utilizó el ucraniano.
Inocente sobre aquella especie de pacto informal, ese día me pareció que algo mal andaba con el conocimiento de un idioma que había conseguido perfeccionar. Un tendero hacía caso omiso a mi solicitud por unas rebanadas de pan, al tiempo que, en la misma cola, el resto de los clientes pagaban y se iban.
Solo una tierna anciana que había advertido mi «desliz», me sugirió bajito: «Hijito, basta que le hables en ucraniano, si no, no te atenderá».
Mi mayor sorpresa sobrevino cuando en medio de los intentos por aclararle al vendedor que, aunque preferiría hablarle en su idioma, era aquella otra la lengua que había aprendido como estudiante cubano, su rostro y el de los demás de la fila se trasformó por completo.
Fue entonces cuando escuché decir en el más alto y claro ruso: «¿Cubano? ¡Cuba! ¡Fidel! Son ustedes quienes atienden a nuestra gente enferma de Chernóbil», al tiempo que tanto el empleado como el resto de los clientes se deshacían en disculpas y elogios hacia mi país. Confieso que enmudecí, pues yo mismo aún no lo sabía. Atiné solo a darles las gracias en ucraniano, y juro que aquel trozo de pan me lo zampé con tal gusto que no llegó «vivo» a mi habitación.
Nuestro Estado fue uno de los primeros en el mundo en brindar su proverbial ayuda al fraterno pueblo ucraniano. Más de 24 000 personas, la mayoría niños, se atendieron en nuestro país por diferentes dolencias como parte de un programa de atención médica integral que en Cuba tuvo sede en Tarará.
Cuando el 29 de marzo de 1990 descendieron en La Habana los primeros pacientes, al pie de la escalerilla del avión los esperaba Fidel.
Lo cierto es que no era un hecho aislado. Similares actitudes de los cubanos continúan inscribiéndose a esta misma hora. Lo que pudiera asombrar es que no hay asombro. Se ha vuelto actitud. Sin vanagloriarse, con sano orgullo nacional, cualquier cubano situado sobre la faz de la tierra puede afirmar que no ha habido tragedia padecida por el mundo que no haya sido sentida casi como propia por el generoso corazón de mis conciudadanos.
Fatuo, estéril, sería establecer períodos donde encuadrar las estadísticas de una solidaridad que nació bajo el influjo mismo de los genes, las ideas y sentimientos humanos que han sedimentado una nacionalidad. Y nunca se podrá olvidar aquella fecha gloriosa cuando cobró su verdadera dignidad.