Belén Piqueras es una amiga española. Descuelgo el teléfono y tras los saludos de rigor, me dice, sin escamotear su sorpresa: «¿Sabías que el año pasado murió María Rosa?». «Sí —respondo—, pero me enteré demasiado tarde». «De todas formas debiste, al menos, escribir algo», me reprocha con su acento grave mientras yo vuelvo a lamentar cuando se me acumulan los meses sin tener noticias de gente querida.
Recuerdo entonces cómo 12 años atrás una devoción nos vinculó a los tres en el apartamento 505 del edificio Naroca: el legado de Herminio Almendros, sabio pedagogo y escritor manchego afincado en Cuba desde 1939 y hasta su deceso, en 1974. María Rosa, más que su hija, fue albacea moral e intelectual de una ilustre familia desgarrada por la Guerra Civil y la secuela terrible que supuso el franquismo. El equilibrio hogareño se fragmentó cuando él, perseguido por sus ideas y métodos progresistas en el ámbito de la docencia, debió huir primero a Francia y luego a Cuba. Ni en la peor pesadilla imaginaron que el reencuentro tardaría una década. Suficiente para que ella, la mayor de tres hijos, se hiciese mujer. De manera que, al aterrizar en La Habana antes de cumplir los 22 años, pudo al fin decidir el rumbo de su vida, lo cual no es poco.
A los 25 se casó con Edmundo Desnoes, con quien compartió inquietudes literarias que no sé por cuáles motivos en ella se malograron. Todavía faltaban tres lustros para que él se convirtiera en el creador de Memorias del subdesarrollo. Como ella solía decir, madurarían durante los 17 años subsiguientes. En ese ínterin viajaron por el mundo. Residieron en Caracas y en Nueva York, y hasta en una islita semidesierta de las Bahamas, por uno de esos caprichos primitivos y casi surrealistas de alejarse de la civilización en pleno siglo XX para probar el sostén con lo elemental. Pronto, obstinados ambos de la sublime monotonía y acosados por jejenes, mosquitos y otras plagas de mayor calibre, retornarían a la Babel de Hierro. No sin antes jurarse el uno a la otra que bajo ningún concepto volverían a intentar ser Robinson Crusoe.
Muchos años después, consagrado como uno de los pilares de la nouvelle vague, ganador de un Óscar, director de fotografía de culto tanto en Europa como en la meca del cine, Néstor Almendros rendiría un guiño cómplice a tan descabellada y fascinante experiencia en su película La laguna azul, donde la belleza de la principiante Brooke Shields congeniaba perfectamente con la de su hermana.
Como en otros casos, el triunfo de la Revolución Cubana selló el regreso. En el vórtice de los acontecimientos de un decenio decisivo, participaron de los avatares de Lunes de Revolución y se vincularon a la Casa de las Américas, donde en calidad de fundadora María Rosa se ocupó de las relaciones públicas y luego del departamento de Publicaciones. Y se instalaron en el apartamento que sería, para ella, refugio perpetuo. Por cierto, próximo al de los Pogolotti y contiguo a donde se filmó la mítica secuencia en la cual Sergio Corrieri redirige su telescopio justo para ver precipitarse sobre el asfalto el águila del Maine.
En los 70, roto el matrimonio, se hizo acompañar por otro escritor no menos célebre: Antonio Benítez Rojo. En esa segunda temporada, esta vez al lado de otro autor de obras significativas para nuestra literatura como son el volumen de cuentos Tute de Reyes y la novela El mar de las lentejas, no corrió demasiada suerte. No obstante, disuelta la unión, luego de otros avatares sentimentales recuperó la felicidad en una edad complicada, con alguien más «simple». Que a juzgar por la veneración profesada aún después de cerrarle los ojos, intuyo fuera su más amoroso compañero.
Ahora que lo pienso, María Rosa Almendros Cuyás (1927-2015) fue, desde varios puntos de vista, una sobreviviente. No otra cosa puede ser considerada quien evadió los bombardeos y el cerco fascista en su tierra natal; pudo asistir a la caída del régimen de Franco; vio morir a sus padres, sus hermanos, su único sobrino, la mayoría de sus amigos y hasta a dos de los que fueran sus maridos…
Pero no creo que fuera irremediablemente triste. Mientras la frecuenté, su incentivo era mantener viva la herencia intelectual de su padre, abogando por la publicación sistemática de al menos dos títulos que han acompañado la formación de varias generaciones, como son Oros Viejos y Había una vez. Otro deleite serían las visitas a Las Terrazas, en cuyo plan de reanimación comunitario se vio involucrada por conducto de su fraterna Marcia Leiseca.
Gentil y con un aire distinguido que creo inherente; fumadora obsesiva y a ratos nerviosa; lectora infatigable, amante de las plantas y anfitriona de ley; consecuente con sus ideas y sus actos…, así surge en mi recuerdo su silueta delgada y ágil. Entonces caigo en cuenta del legítimo reclamo de mi amiga Belén. Y aunque tardíamente, intento reparar el agravio. Motivo de evocación coyuntural, su nombre, apenas un murmullo en nuestro mapa cultural, se alza como un resplandor en mis afectos. Por eso me niego a creer que se trate del último estertor de un apellido valioso, al tiempo que, desde esta tribuna modesta, lanzo un réquiem para que reverdezcan los Almendros…