Se dice Cuba, y una especie de ráfaga de amor se apodera del aire. Desde el alma, también, acude presurosa a aquellos que la sienten corriéndole en las venas y la adoran con ternura de hijo, con la visión primorosa de un palmar, y en lo alto, brillando en los penachos, tienen el orgullo de haber visto la luz en esta Isla.
Di entonces cubano y sentirás cómo solo la altura y majestad de una palma hace juego a tu propio decoro. No clamó en vano el gran Cantor del Niágara cuando rogó por ellas para completar el paisaje magnífico, ni erró el genio cuando pidió elevar la dignidad cubana hacia esas altas novias que siguen esperándonos. Cuba habita en estos símbolos y en los hijos que aprendieron a honrarlos. Pero nada es tan simple. Ninguna nación puede vivir de insignias, ni de frases trilladas o aprendidas. Una nación se siente y vive en el milagro cotidiano de conocer lo propio y de reconocerse a cada paso.
Para lograrlo, al igual que aquel personaje creado por Carpentier, es preciso un viaje a la semilla, solo que no debemos esperar a morir y mucho menos permanecer después arropados en el vientre materno. Es un viaje de urgencia, de ida y vuelta. Y es una travesía para enseñar a nuestros hijos, los herederos, a conocerse y a reconocerse, pues ninguna de estas claras esencias habita en novelitas rosa, ni en canciones violentas, ni en símbolos foráneos. Están contenidas en millares de páginas augustas, sucesos y sentires bendecidos por la sangre y el fuego de los siglos. Ellos nos justifican y definen.
No es Cuba la que vive en algunas esquinas mientras se construye allí un monumento propio al no hacer nada. Cuba es el padre de familia que se levanta a batallar, honradamente, y construyó su hogar sobre bases tan firmes y tan dignas, que los hijos le salieron derechos y heredaron hasta su forma de mirar. Es el mismo individuo que antaño, cuando sonó el clarín, cambió el arado por el machete de guerrear y sangró por su tierra. Es Cuba la mujer de ese hombre, que trabaja a su lado, cría a sus hijos, ama y funda.
Cuba no es, nunca será, la mentalidad colonial, contentadiza, que se solaza en denigrarse exaltando otros modos de vida que solo guardan desprecio para ella. Hay demasiada gloria contenida para dejarse confundir por esos cantos.
Cuba vive en el hombre que crea. Aquel que la siente, la defiende y comprende que hay cosas tan profundas, tan nuestras, que no tienen ni siquiera que ver con sistemas políticos, aunque elija y apoye sin dudar, por abrumadora mayoría, solo a aquel que considere digno, y entronque, poderoso, en su historia sensible, en su tradición ética, y hable a su corazón y a su conciencia.
He sufrido a ese triste remedo de mi Patria burlándose de la honradez de un funcionario que no roba, tildándolo de torpe, he escuchado sus justificaciones, su manera pragmática y moderna de corromper aquello cuanto toca, de venderse al contado, de preferir cualquier sabandijeo antes que plantar cara, trabajar con decoro y ser realmente libre. La verdad, da lástima.
Donde esta caricatura de mi Patria quiso ver cobardía, el rostro verdadero vio honradez; donde ella halló torpeza, él dio con profesionalismo; donde acusó por «exceso de celo o extremismo», él observó eficiencia. Cuando dijo: «La dignidad no se puede comer» o «Lo tuyo es chovinismo lato», la Cuba verdadera respondió: «Llevo mi integridad y patriotismo cual si fueran banderas».
He visto a esa falsa Cuba, que es franca minoría, cambiar con disgusto un canal donde brillaba, por ejemplo, nuestra gran Omara Portuondo, para luego corear en un idioma extraño un estribillo soso, o reírle la gracia a una rubita fatua y anoréxica. Que el enemigo, con toda su alharaca moderna, siga siendo eficiente en embaucar a estos, como mínimo, ingenuos, demuestra que es preciso levantar valladares y apurarse en enseñar cubanía, que tenemos de sobra.
Hay tal constelación de titanes, estrellas, hechos y procesos en nuestra historia patria que, glosando al último de los José geniales, haber nacido aquí es una fiesta innombrable. Para el cubano de corazón, no hay orgullo mayor, ni privilegio que se le asemeje.
La Cuba que oye en un guaguancó o en una rumba la poderosa voz de los ancestros, la africanía raigal, y nunca la verá como «cosas de negros», la que sabe cómo girar en un danzón, cómo disfrutar un tabaco, sacarse la corbata y saltar a la pista a revolcar un son, esa que sabe amar, defiende hasta la muerte un ideal, nunca olvida a sus muertos y no cree en enemigos grandes ni pequeños, pues lleva la onda de David y sabe usarla. Esa, la tierra de Martí, es la Cuba de veras. No hay otra como ella.