Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Balada de mis dos abuelas

Autor:

Glenda Boza Ibarra

…ansia negra y ansia blanca, los dos del mismo tamaño, gritan, sueñan, lloran, cantan.

Balada de los dos abuelos, Nicolás Guillén

Mi abuela Josefina Reid nació en 1929. Aunque no contaba mucho sobre esa etapa, sé de su sacrificio por las penas que sentía al recordar aquellos años.

En su querido municipio Amancio Rodríguez trabajaba como cocinera de la familia Miller (antiguos administradores del central Francisco) y me contó una vez que la primera carpeta que tuvo mi papá para ir a la escuela tenía grabado el nombre de uno de los hijos de ese rico linaje.

Ella la había recogido de las cosas que iban a botar para darle a mi papá algo en que guardar sus libros. Soñaba que su hijo negro pudiera algún día convertirse en arquitecto y diseñarle la casa de sus sueños.

Cuando triunfó la Revolución, pensó que solo entonces se cumplirían sus anhelos. Y aun más cuando papá se aventuró hacia La Habana a hacer el bachillerato y luego, la Universidad.

Mi abuela sabía que los tiempos habían cambiado y que sin importar el color de su piel, mi padre podría llegar a ser lo que quisiera.

Sin embargo, no fue arquitecto como quiso mi abuela, sino ingeniero geofísico primero, y civil después. No pudo darle la casa de sus sueños, pero abuela no volvió a cocinar por dinero nunca más.

Aquella sabrosa sazón que caracterizaba sus comidas, y que hizo antes del 59 para contentar a los Miller, quienes tal vez pudieron humillarla por ser negra y pobre, la compartió con los amigos y la familia hasta su muerte.

Días antes del último adiós, había disfrutado de los danzones que bailaba en el círculo de abuelos, ese que también le dio la Revolución.

La historia de mi otra abuela, Iluminia Torres, no fue tan diferente. Aunque era blanca, no tenía ascendencia gallega, ni de otro lugar. Y también fue pobre.

A duras penas aprendió a leer y a escribir, y alcanzó solo un sexto grado. Junto a mi abuelo Roberto, que trabajaba también en el central Francisco (hoy Amancio Rodríguez) sustentaron a sus seis hijos, aunque los más grandes tuvieron que olvidar sus sueños para ayudar a sus progenitores. Tanto que, cuando mi madre ganó una beca para estudiar piano, tuvo que renunciar a ella porque tenía que trabajar para apoyar a su familia.

A puro esfuerzo mamá se hizo técnico de nivel medio, y encaminó a sus tres hijas a un destino diferente al de sus padres.

Por suerte, mis abuelas, blanca y negra, pobres y amancieras, pudieron ver a sus hijos y nietos encaminarse en un país totalmente distinto, para bien, a ese que sufrieron antes de 1959.

Aunque ya no viven, murieron sabiendo que ninguno de sus hijos volvería a trabajar de criado, ni se dejaría humillar por dinero.

La Revolución, simplemente, las hizo felices.

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