Extraño. Inexplicable. Maravilloso. Todas las palabras del mundo son insuficientes para describir ese sentimiento. Llega sin tocar a la puerta y entra aunque esté cerrada, se queda, se apodera de todo, lo revuelve todo, y aun así hasta el más ordenado e intransigente pone cara de bobo, se hace el desentendido y le permite la estancia, si es posible, indefinidamente.
Y es que el amor llega para cambiarlo todo; aparece con mil rostros cuando menos lo esperamos y más lo necesitamos, oculto en la sonrisa de un niño, en la mirada tierna de una madre, en el apretón de manos de dos enamorados. Sentirlo refresca el espíritu, aviva el alma, enciende el corazón, y por increíble que parezca es la cura de la mayor de las enfermedades: la tristeza.
No importa si es a la pareja, a la familia, a la Patria o a uno mismo. De cualquier modo lo importante es amar, entregar y recibir afecto, pues es la mejor forma de sanar el alma, de vencer un obstáculo. Cuando amamos, nada parece imposible, el mundo entero se asoma a nuestros pies y el infinito no parece suficiente. Llegan entonces el resto de los buenos sentimientos: la alegría, el bienestar, la tranquilidad, el respeto y poco a poco le ganan espacio al rencor y al odio.
Desde sus orígenes como especie el hombre ama y se arriesga por amor. De hecho, la celebración del Día de los Enamorados tiene tras de sí la historia de un sacerdote nombrado San Valentín, que allá en la antigua Roma pasó por encima de los dictados del emperador Claudio II y comenzó a casar en secreto a jóvenes enamorados, aun cuando un edicto prohibía a los jóvenes matrimoniarse, pues los solteros eran mejores para integrar el ejército.
Fue apresado por eso y cuentan que se enamoró de la hija ciega del carcelero, le devolvió la visión y le envió una carta de amor que firmó como «de su Valentín». Fue ejecutado un 14 de febrero.
Como esa, existen otras historias sobre el origen de la fecha que nos invitan a sentir la fuerza de ese sentimiento, capaz de saltarle por encima a las leyes más recias y perdurar más allá de la muerte.
Vive en cada detalle, en cada gesto, cada palabra. Se alimenta de caricias, de besos, de frases. Domina mil idiomas y se adapta a todas las culturas. Su lenguaje es el más universal y aun sin bandera vive en todas las naciones y pasa por encima de los límites geográficos.
Aunque dedicamos un día a celebrar este sentimiento, amamos en todo momento. Aun cuando fingimos sentir odio estamos pensando en el otro, queriendo al otro. Ni siquiera enfadados dejamos de querer, ni con arrugas en la frente y canas, y sin sonrisa en los labios. Simplemente porque somos seres humanos, y ni los más recios de corazón pueden contener la delicia de sostener un bebé, la dulzura de besar una boca, la calidez de un apretón de manos o la fortaleza que imprime un «te quiero».