No siempre ponemos toda la atención que debiéramos en lo que hacemos. De hecho, acciones y decisiones esenciales, al repetirse casi a diario, llegan a automatizarse al punto de que apenas requieren de intervención consciente.
Terminamos confiando de tal modo en la infalibilidad de estos reflejos aprendidos que nos resulta difícil concebir que alguien pueda actuar por cualquier causa de modo diferente, y mucho menos reparamos en las posibles consecuencias, lo cual entraña un grave riesgo.
Leí en una ocasión que el destino era especialmente cruel con las pequeñas distracciones, criterio que comparto. Es por ello que debemos poner siempre en cada acto el cuidado que lleva y un poco más, incluso prever lo que pudiera acaecer cuando otros no lo hagan. Mas no basta.
A veces, el azar nos juega una mala pasada y coinciden en el espacio-tiempo de nuestra cotidianidad dos o más sucesos sin aparente conexión, aunque causalmente determinados, unos por la responsabilidad y otros por la imprudencia.
Supongamos que alguien conduce su vehículo ateniéndose a cuanto en tránsito se encuentra establecido, mientras un segundo conductor hace avanzar el suyo a una velocidad de vértigo perpendicularmente a aquel, y no puede detenerse al verlo porque no iba a hacerlo ante la luz roja que estaba en su camino. Se produce en ese instante una colisión, no únicamente de sucesos, sino también de autos: un accidente.
Tampoco hace falta demasiada imaginación. ¿De cuántos hechos similares no ha tenido noticias, o ha sido testigo, o hasta protagonista como me sucedió a mí hace pocos días?
En tales trances no existen ganadores. Sus consecuencias pueden medirse solo con el criterio de que uno perdió más o menos —desde el punto de vista material o humano— en relación con los demás involucrados o con lo que pudo haber pasado si… Ahora bien, con mente positiva pudieran encontrarse en la desgracia aristas «útiles», algunas de las cuales quisiera compartir a partir de mis vivencias.
Comoquiera que lo acontecido marca un antes y un después en el discurrir de la existencia, nos lleva a meditar en cómo se ha vivido y en cómo seguir viviendo, y es que vislumbrar un posible final afianza la certeza de nuestra fragilidad, de que el tiempo que tenemos es un regalo que ha de emplearse de forma productiva y altruista, y de que debemos aprender a descubrir el encanto de las pequeñas cosas.
Pero, sin duda, el resultado más trascendente de un evento de este tipo es que nos permite conocer mejor, o verdaderamente, a las personas, pues son las grandes conmociones las que sacan a la luz su esencia más profunda, como si entonces se hicieran transparentes y dejaran al desnudo el ángel o el demonio que llevan dentro.
Según Martí, por cada gusano nacen dos rosas. Yo puedo dar fe de que si bien hay gusanos —que no merecen una palabra adicional en esta historia—, son muchísimas más las rosas.
Aquellos a quienes quiero me han demostrado nuevamente con gestos y detalles cuánto significo para ellos. Amigos, compañeros, vecinos y también otros con los que apenas había cruzado algún saludo me han «abrumado» con su preocupación y su disposición a ayudar «en lo que sea».
He conocido además, en estos días, seres maravillosos como Daylín, estudiante de Estomatología que me auxilió en los momentos más difíciles. En realidad no sé si se escribe así su nombre, ya que solo atiné a preguntárselo cuando salía del Clínico Quirúrgico de 26 (como casi todos en La Habana lo conocen), al que me llevaron después del accidente.
Imposible olvidar a quienes me atendieron allí, en Cirugía de Urgencias —con especial esmero—, y luego en Maxilofacial —la licenciada Katia apoyada por Mercedes, y el Doctor Alemán— con delicadeza, diligencia y profesionalidad.
Escucho ahora en la radio una canción del increíble Fito Páez y pienso, parafraseándola, que sí, que es verdad: quién puede decir que algo está perdido, si tantos han venido a ofrecer su corazón.