No tiene iglesia con parque en el centro de la urbe, ni siquiera puerto de mar, Prado ni Malecón largo; su único río urbano, que le da honor a su nombre, es innavegable; y aún sueña con su bulevar. Así pudiera describirla a mis colegas cada vez que me piden una referencia sobre ella.
Pinar del Río todavía no es una ciudad; a veces pienso que quizá tampoco clasifica como un gran pueblo. Es una especie de comarca calmosa con horario laboral; solo existe de ocho a cinco. Fuera de esta moldura de tiempo, es como la villa de Pedro Páramo, donde repica el sonido vacío de las pisadas en la calle. A las siete de la noche tal parece que el «pueblo» feneciera de a poco, nadie sale de casa y las callejuelas se ponen tristes.
Vueltabajo, que cada vez se queda con menos «abajo», no presume de sus dotes de capital de provincia, apenas, si la escudriñas de refilón, se convierte en un montón de calles, zigzagueantes a veces, cuadriculadas otras, con portales corridos, semiparques, y una calle Real o Martí con ínfulas de quincallas de urbe.
Este pedazo del occidente cubano no tiene apelativo propio, no es la ciudad de los parques, ni de los tinajones, de los puentes, ríos o portales. Apenas la quieren llamar la provincia por donde se esconde el sol en la Isla.
Pero, ¡caramba!, aun sin Iglesia en el corazón de la urbe, sin centro histórico, sin oficina del historiador, sin plazas, ¡qué regionalistas somos! Es imposible despojarnos del «pinareño», va más allá del mote de «despistado», de la fama de buena gente, de la jovialidad del carácter.
Nadie sabe al final si dejaron la concretera dentro del cine, si hay una discoteca arriba de una funeraria, si ponen los teléfonos en el piso para que no se caigan las llamadas o se enyesan el brazo con el reloj puesto; pero el pinareño tiene «lo suyo», una identidad que se sale de marcos territoriales y divisiones político-administrativas.
Todavía «vamos al pueblo» cuando salimos del reparto a la ciudad, le decimos tortica al mantecado, santanilla a la santanica, calzoncillo al tacacillo, y no hemos perdido la costumbre de «vivir en casa de los vecinos» como si fuera prolongación del hogar propio.
Los chismes se vuelven oratoria popular, el dilema ajeno se arraiga como propio y los implicados son los «primos», «amigos», «vecinos», del «hermano», «padre» de cualquiera de nosotros. No hay quien lo discuta.
Pinar es una provincia poseída por energías superiores, por una mítica preclara de lo puro, lo pausado, la prestancia de las personas de bien; no entiende de vaivenes bullangueros, la descolocan los que incitan a la camorra.
Pinar, señores, Pinar no puede dejar de ser Pinar. Sereno, apaisado, con las dinámicas propias de una cotidianidad exorbitante, pero con el efecto de trastocar el tiempo, aligerar el minutero y destronar la voz desgaritada de un ajetreo diario demasiado arrollador.
A Pinar le cuesta sustraerse a su médula campestre, no se siente como urbe, ni vieja, ni nueva, ni futura; no puede tampoco vivir ese espíritu insular: las aguas del mar están lejanas, las de río, más o menos escasas.
Pero su pintoresquismo es bien rellollo, de antes, de ahora; su esencia, aunque predecible, no deja de sorprender, y la mudez de sus calles pasadas las siete, el sosiego de su gente, equilibra la alborotadora mofa que sufre y, por qué no, divierte a los coterráneos fuera de sus predios.
Cómo decirles a los «colegas» que mi ciudad no es tal, que es silenciosa, de arterias anchas y taciturnas en las noches, pero de mucha, de tanta gente buena, ¡tremenda!… y que si me demoro mucho escribiendo esta crónica se me hace tarde para ir a casa. Son las siete de la noche y las calles ya están tristes.