Fue un viaje de sudores y tensiones en una noche lóbrega. Los tripulantes del microbús nos desplazábamos desde Bayamo hasta Niquero y muchas veces el instinto de conservación nos llevó a gritarle al chofer: «¡cuidado!» o «frena, que son salvajes».
Era —esta última— una referencia en sentido no figurado a decenas de «bárbaros» que aquella jornada bajo las estrellas iban conduciendo carretas, carretones y otros artefactos tirados por animales cuadrúpedos e «implumados» sin colocar una mínima luz en la parte trasera.
Así, después de más de cien kilómetros y casi igual cantidad de sustos, logramos llegar a nuestro destino. Sin embargo, el sobresalto nos hizo zambullir en la meditación y en un río de interrogantes que exceden la coyuntura de aquel periplo nocturno.
¿Será una idea festinada asegurar que hoy, pese a regulaciones y códigos, ha crecido el número de irracionales que saltan a la carretera con menos iluminación que un simple cocuyo? ¿Qué tiempo llevarán esos imprudentes que solo alumbran con los dientes poniendo en una ruleta la vida de otros y las suyas propias? ¿Cuánta más severidad hará falta para frenar tales desatinos públicos?
En el intento de responder esos cuestionamientos puede uno darse de bruces con cifras escalofriantes. Entre enero de 2009 y noviembre de 2010, por ejemplo, ese tipo de vehículos provocó en el país más de 800 accidentes, en los que perdieron la vida 45 personas y otras 833 sufrieron lesiones. Una de las principales causas resultó el «desplazamiento a oscuras», como reflejó este propio periódico hace 15 meses.
Y en la provincia en la que vivo y escribo, Granma, en 2011 los conductores de esos medios de transporte fueron responsables directos de 28 accidentes, que ocasionaron siete muertos y 33 lesionados. La penumbra estuvo también entre los móviles principales de las colisiones.
Me consta que en este territorio existe un programa amplio de educación vial, el cual incluye constantes llamados por los medios de comunicación a no transitar en esos «taxis» de tracción animal desde el anochecer hasta al amanecer, tal como establece la Ley de Seguridad Vial, que entró en vigor hace un año.
Por cierto, ese propio código fija que ante esas violaciones los agentes de la autoridad actuante podrán disponer, como sanción accesoria, la retención temporal del vehículo y, en el caso de infracciones graves y reiteradas, el decomiso del vehículo y del animal de tiro.
Mas, las regulaciones parecen no amilanar a tan temerarios conductores. Lo escribo porque de oriente a occidente por la Carretera Central y hasta en la propia Autopista Nacional se aprecian tales transgresiones. Y ese es uno de los filos más cortantes de ese pecado vial: aparentar un aire de impunidad e inmunidad; creer en el libertinaje aunque cueste vidas.
Por eso da la impresión de que hace falta otra vuelta de tuerca en el rigor de las legislaciones y que no basta con charlas, advertencias, multas y agentes. Porque no se trata solo del accidente que va a una montaña de estadísticas, sino también de los daños psicológicos y los sobresaltos que no se incluyen en ninguna tabla.
Nosotros, por ejemplo, aquella noche llegamos espantados. Pero pudimos, por culpa de unos insensatos oscuros, habernos quedado, como otros, sin la luz de la vida.