Por estos días recordé cuando visité tantas veces con mi madre, a lomo de caballo, San Juan de Dios, un batey próspero donde la Revolución levantó una presa que por su solo nombre ya regalaba esperanzas: El porvenir.
También evoqué los tiempos en que junto al embalse llegaba la electricidad con todas sus luces; y aquellos terraplenes de envidia por los que circulaba, varias veces al día, el transporte público, y comenzaba a gestarse un emporio agrícola entre campesinos y modernas granjas estatales.
En las «rocoseras» que ayudaron a levantar aquellos caminos, muy cercanas a mi Pueblo Nuevo natal, descubrí con ojos de guajirillo deslumbrado la existencia de los camiones de verdad, esos flamantes artilugios de hierro, que después reproducíamos con madera para los juegos infantiles.
Pero mientras se recorren hoy algunos de esos sitios se percibe que si un espacio del archipiélago recibió con más rudeza los golpes de los «derrumbes» del socialismo y las consecuencias que hemos padecido en estos años, fueron precisamente los rurales; esos escenarios que se levantaron tras el Enero simbólico de la historia nacional plenos de energía, y ahora hay que devolvérsela, porque son decisivos para nuestros destinos.
En agricultura, como en todo, creía el Apóstol de nuestra independencia, preparar bien ahorra tiempo, desengaños y riesgos. Y no se olvide que Martí situaba al campo entre los centros de la existencia material y espiritual de Cuba.
Su sentencia abraza los sentidos mientras se visita la mencionada, y otras zonas campesinas. Porque haciendo alguna corrección a algo ya dicho en esta columna, desde simples deformaciones viales, que no pocas veces impiden moverse por determinados caminos rurales del país, pueden observarse otras profundidades.
Un prominente naturalista norteamericano que decidió regresar al cultivo de la tierra de sus padres, sostiene que sin importar qué tan urbana sea nuestra vida, nuestros cuerpos viven de la agricultura; venimos de la tierra y retornaremos a ella, y es así que existimos en la agricultura tanto como existimos en nuestra propia carne.
Su tesis —sostengo nuevamente— podríamos acercarla a las exigencias actuales de Cuba. Nuestro país viene de la tierra y también retornamos a ella, y como reclama el actual proceso de actualización de la economía, deberíamos existir en la agricultura tanto como existimos en nuestra propia carne.
La expresión puede alumbrarnos en la corrección paulatina de esa dicotomía entre la agricultura situada políticamente en los últimos años como asunto de seguridad nacional y esos caminos en algunos casos intransitables, que impiden incluso ofrecer servicios elementales a determinadas comunidades rurales. Y de paso empañan al ansia de «recampesinar» las tierras de Cuba.
Los recursos escasean, por lo que sería ilusorio aferrarse al añejo sueño de equiparar el campo a la ciudad; pero quien pasa por algunos de esos lugares, se pregunta si al menos una motoniveladora no hubiera podido corregir las zanjas y aplanar los caminos, y ofrecer algún nivel adecuado de accesibilidad, para que esos terraplenes, que más parecen serventías, no semejen una profanación al sueño de devolver amor y vitalidad a los campos.
Para que la decisión de virarse para la tierra, línea esencial del proceso de actualización y reactivación de la economía y la vida nacionales, discurra sin baches ni sobresaltos; ruede tan veloz como aquellos artilugios que asombraron mi infancia en las mismísimas entrañas del país.