Por estos días una colega ha sido víctima del pillaje. Narra a sus amigos, desde el desconcierto, cómo fue que alguien le arrancó su cadenita colgada al cuello y siguió de largo como si el sórdido suceso fuera natural.
El hecho avivó en mí el recuerdo de instantes terribles cuando hace meses, dos muchachitos me despojaron de una cadena en forma de cordoncillo que centelleaba a la altura de mi garganta.
Estuve días con la sensación del puño cerrado golpeándome el pecho. Me costó despojarme del pánico. Recuerdo con nitidez el desgarramiento que sentí mientras era asaltada.
Me embargaron, como a la colega, diversos estados de ánimo. Tuve la sensación de estar sola en medio de la muchedumbre, me sentí como una extraña en mi propia ciudad.
Lo otro que se adueñó de mi espíritu fue una suerte de lamento, pues me hubiera gustado advertir a los ladrones que el único valor de la prenda raptada era el cariño con que alguien, años atrás, me la había obsequiado. Finalmente, la cara socarrona con que me despidió uno de los bandidos antes de doblar la primera esquina, me hizo sucumbir en una suerte de indignación mezclada con dolor.
Ahora que pasó el tiempo puedo meditar sobre un fenómeno que quizá sea una de las evidencias más grotescas del desgaste —tras más de veinte años de estoica resistencia— de ciertos valores espirituales. Con esos raterillos que intentan «buscarse» la vida a través del abuso y sin producir algo de valor, falló más de un escenario: en primer lugar la familia (familia cubana que tradicionalmente sentenció que se puede ser pobre pero honrado).
Y a continuación falló la escuela donde faltó quien pusiera al derecho, con fina maestría, un tronco que venía torcido desde las raíces. Tampoco las organizaciones y fuerzas vivas que interactuaron con los malhechores pudieron sembrar la decencia en sus almas. Y así es como muchos terminan recluidos por haber quebrantado la ley.
El asunto es delicado y merece atención, pues genera estados preocupantes, como la sensación de impunidad, al tiempo que destierra de muchos escenarios, por obra del trauma, a quienes han sido víctimas, los cuales extrañamente sienten deseos de hacer la denuncia a las autoridades.
¿Llenaremos cada esquina de cámaras-policías? ¿Renunciaremos a salir con un adorno hermoso a la calle? ¿Acaso nos abstendremos de salir? Difícilmente los cubanos nos dejemos arrebatar la prenda invaluable de la tranquilidad, de la seguridad que han lucido por años sus calles, y que no pocos quisieran llevar en este mundo colmado de asaltos y sobresaltos.
El problema tiene múltiples causas, y siento que uno de los factores pudiera ser cierto adormecimiento de la ciudadanía, la indolencia y hasta alguna complicidad de aquellos que saben quiénes son los que corren con una cadena o una cartera entre las manos.
Se impone redoblar el peso de la ley sobre los infractores. Pero eso no basta. La vigilancia ha de ser compacta, y la batalla, a mi modo de ver, puede darse con mayor eficacia en los barrios, allí donde sabemos que raramente —para nuestro beneplácito o nuestra incomodidad— pocas cosas quedan ocultas bajo el sol.
La esencia es que los buenos no deben quedarse con los brazos cruzados. Han de ser solidarios entre sí, y defenderse mutuamente, sin miramientos. Ya sabemos que donde ellos hagan silencio, o no se hagan sentir, la falta de virtud va a expandirse como enfermedad contagiosa.
Debemos estar atentos, y hacer frente común contra el pillaje que corroe el equilibrio social.
De lo contrario nos pasará como a cierto personaje del escritor argentino Julio Cortázar en su Casa tomada: nos quedaremos afuera, acorralados, tras haber retrocedido cobardemente y haber cerrado tras nosotros las puertas de habitaciones que terminaron siendo ajenas. ¿Y eso es lo que queremos?