Me permito con total libertad «agarrar» esas notas que son ya de todos. Al menos algunos versos, y dar mi versión, entrelazarlos, porque aun cuando descubrimos cada poema desde las cuerdas, en la voz de nuestro Silvio, muchos debemos lo que somos a varios de esos temas.
Sin embargo, hay uno en específico que se me muestra bello y necesario a la vez, sobre todo en estos tiempos de zozobra y penumbras en los que la pureza escasea, salvo para un extraño y brevísimo estadio de la vida.
Por eso, rememoro los tiempos en los que era un «vejigo», y me resulta inevitable pensar que si bien todo era más sencillo, también, y aunque parezca paradójico, era más profundo.
Porque cuando se es niño se vive con la esperanza y los sueños a cuestas, con los deseos y la saludable insensatez de la inocencia al alcance de la mano, guardados en un saco del que se brinda a todos.
Y sacamos risas a diestra y siniestra, y muchos «toma», y pocos «a cambio quiero», como una necesidad impostergable de conquistar la grandeza, las cosas buenas. Y desconocemos los elementos contaminantes propios de adultos, nos conformamos con nuestra rosa y nuestra zorra, las únicas, y aun así compartimos, expuestos a la extraña felicidad que brinda el gozo ajeno.
El mundo se torna entonces otro, porque para llegar arriba solo basta una subidita, porque todo queda bien cerquita, y aun así siempre buscamos caminos más distantes, con la inconformidad constante de los que quieren libertad, felicidad y nada más.
Y las guerras son de mentira, y hasta la muerte. No existen los enemigos, y amigo se torna algo más que una palabra.
Se vive de preguntar, porque saber no puede ser lujo. Se es todo lo que se junta para vivir y soñar. Y se es grande aun calzando zapatos rotos y con tierra en las uñas, pues las manos andan tocando mundo con el único afán de hacer lo bueno.
Y no hay que ofrecer la otra mejilla pues no existe el agravio. Y se tiran las piedras, literalmente, pero se muestra la mano, como una locura sana y muy cuerda, porque no hubo daño.
Y gritamos: «¡Seremos como el Che!», ese, el más soñador de todos. Y existen locuras para la esperanza, otras de allá donde el cuerdo no alcanza, locuras de otro color. Algunas sin nombre, sin fecha, sin cura, que no vale la pena curar. Y las hay tan vivas, tan sanas, tan puras, que saben a revolución, a despertar.
Entonces soñamos despiertos. Caminando nos hacemos y llegamos al final con el consuelo de morir con la misma dignidad con la que vivimos.
La inocencia deviene sabiduría y nos hacemos adultos, ojalá siempre con esa eterna mirada «de enano». Y si algún curioso pregunta qué hacer para prolongar ese estadio de bien y convertirnos entonces en mejores personas, contestaré, sin vacilar ni un instante, que tal vez la solución la tenga el flautista de Hamelín.