Cuando el portugués Armando Rodrigues llegó a Alemania en 1964, lo primero que recibió fue una moto de regalo y el aplauso de una multitud. Era el inmigrante número un millón, de los que habían marchado al país de Beethoven a participar en la reconstrucción de la posguerra. Habían muerto tantos hombres en la contienda, que Berlín buscaba en el exterior abundante mano de obra masculina.
La historia de Armando, narrada por la cadena Deutsche Welle, hubiera sido otra de haberse apeado en 2010 en la terminal de trenes de Berlín: algunos lo montarían en la misma moto, le darían media vuelta y un impulso para que rodara hasta Portugal, a juzgar por el resultado de un sondeo publicado esta misma semana por la Universidad de Bielefeld, según la cual, el 49 por ciento de los 2 000 encuestados opina que en Alemania «hay demasiados extranjeros».
Hay otro dato singular, y es que, entre los ricos, ha aumentado el porcentaje de quienes no ven con buenos ojos la afluencia de potenciales trabajadores extranjeros. En épocas pasadas, esa tirria era más dable entre personas de bajos ingresos, por el temor de que si el cake se repartía entre más, la cuña propia sería más pequeña. Sin embargo, analistas opinan que la incertidumbre económica de estos tiempos, en que los sacrosantos principios del libre mercado zarandearon a príncipes y a mendigos, influye en que los ricos también sientan como una amenaza la llegada de foráneos. Nadie quiere, si le toca caer, encontrarse con que otro ya ha ocupado el colchón…
Hurgo entonces en datos e historias, pues el dedo índice se levanta, la mayoría de las veces, por ignorancia. Datos de la Federación de Cámaras Alemanas de Comercio e Industria (DIHK) les recuerdan a los prejuiciosos que los inmigrantes no son bocas abiertas y brazos cansados, sino que muchos, con espíritu emprendedor, abren negocios, proveen empleos y aportan a la riqueza nacional.
Según la institución, al cierre de 2010 los inmigrantes habrán creado 150 000 empleos a partir de sus negocios, empresas en las que, para arrancar, el nuevo residente contó, en un primer momento con el apoyo de los familiares (cónyuges e hijos), a los que no les pagaba. Después, cuando prosperó, abrió capacidades de empleo. Restaurantes típicos y heladerías, pero también grandes compañías de transporte aéreo, han visto la luz y permanecen gracias al empeño de los que un día hicieron las maletas. De modo que, ¿a qué viene el rechazo?
Y hay más. La DIHK avizora que el próximo año se crearán más de 100 000 puestos laborales, por lo que se necesita incluso la entrada de nuevos inmigrantes. Más de 160 000 profesionales abandonaron el país entre 2005 y 2009, y para el empuje productivo que se avecina (la economía alemana crecerá previsiblemente más de un tres por ciento) se precisan brazos y neuronas.
Ah, claro: buena parte de los trabajadores que se demandan son de alta calificación, no los luncheros del exquisito kebab turco, ni los constructores portugueses o italianos de la posguerra, por lo que, de paso, habrá puestos que quedarán vacíos en la parte sur del globo. Si el tiburón abre la boca, la sardina entra casi por gravedad….
No obstante, y en lo que es una paradoja, el listón para la llegada de inmigrantes se mantiene alto. Según el diario valenciano Las Provincias, los expertos extranjeros que deseen irse a Alemania deberán mostrar, primero, un contrato de trabajo, y la garantía de que cobrarán anualmente 63 000 euros «por lo menos». Sin contar que unos 2,3 millones de foráneos que poseen un título universitario no pueden ejercer como tales por las trabas burocráticas existentes.
Son claras contradicciones, en fin, y no cuadran con la realidad de que la locomotora económica de la UE necesita a los inmigrantes, ni de que algunos «alemanes-alemanes» no se han enterado de que su prosperidad —la presente y la futura— descansa también sobre el esfuerzo de otros.
Como el de Armando, el de la moto.