A una mano, un pequeño Júpiter de bronce amenaza con el rayo al investigador policial; a la otra, una marmórea cabeza de Medusa le lanza a este una mirada pielgallinesca, pero va sobrando, pues el agente ya está petrificado: se ha quedado sin palabras al entrar en el túnel, excavado a lo largo de 30 metros entre una vivienda particular y un yacimiento arqueológico en la ciudad de Pompeya, la misma que el volcán Vesubio se merendó en el año 79 d.C.
La galería —descubierta en julio de 2009— estaba repleta, repletica de obras de arte antiguas, lo mismo estatuillas que joyas, o ánforas de cerámica con escenas de epopeyas griegas. Todo se confiscó, como es lógico, y se devolvió al Estado italiano, país que ocupa el primer lugar en Europa entre los que sufren la depredación de su patrimonio artístico (le sigue Francia). Los traficantes —los que pudieron atrapar—, ¡a la reja!
¡Ah!, pero en virtud de un nuevo decreto del Gobierno del primer ministro Silvio Berlusconi, estos delincuentes pueden transformarse en… coleccionistas de arte. ¿Cómo? Sencillísimo: según explica el diario español El País, bajo el pretexto de que se necesita catalogar la montaña de objetos antiguos que están ocultos en manos de particulares —con independencia de si los obtuvieron «por la derecha» o «por la izquierda»—, se aplicará una amnistía a todos aquellos que tengan en su poder bienes arqueológicos adquiridos antes de 2010.
Para graficarlo, el asunto sería así: informas que tienes la dichosa escultura de Júpiter, le pagas al Estado una cuota —unos cuantos euros— por dejarla en tu casa durante los próximos 30 años —¡30 años!, renovables al final—, y permites que se incluya en un catálogo, con el cual, presuntamente, las autoridades tendrán «controlado» al incontrolable dios grecorromano y a su nuevo «dueño», para que no vaya a sacarlo del país sin las debidas precauciones.
Es un absurdo sobre otro absurdo: es un premio al traficante, un cuño de anuencia sobre el acto vandálico de robar una obra de arte para llevarla a figurar en la colección particular de algún ególatra, sin importar que se prive al público de Italia y al resto del mundo de disfrutar de los valores de esta. ¿Es así como se pretende enfrentar el latrocinio? ¿No es acaso un incentivo para que prosigan las excavaciones no autorizadas, y para que organizaciones criminales como la Camorra napolitana —que desangra poco a poco las venas arqueológicas de Pompeya, en medio del silencio de quienes no quieren arriesgar la vida por una denuncia— sigan ingresando millones de euros por esta vía?
Para la Asociación Nacional de Arqueología está clarito: el decreto significaría «un enorme regalo a los comerciantes de arte, y, como tal, a los depredadores y los grupos criminales y traficantes que los secundan». De hecho, en su página web, piden «al presidente de la República, a todas las fuerzas políticas y a todos los hombres de buena voluntad», que no se indulte a la «arqueomafia». En Italia, el tema levanta ronchas, pues ha habido individuos involucrados en el tráfico de hasta un millón de antigüedades —es el récord de un sujeto llamado Gianfranco Bechina—, y los tribunales han debido sudar la gota gorda para condenarlos —de prosperar la «misericordiosa» norma, bien pudiera ser llamado «Don Gianfranco el curador».
El fenómeno del contrabando de obras antiguas, que deja 2 000 millones de euros anuales a individuos que semejan verdaderos gentlemen — el negro antifaz reposa en el bolsillo del esmoquin—, es un verdadero dolor de cabeza para la INTERPOL, que se queja de que «los países transmiten poca información al respecto, y en muchos de ellos no existen estadísticas sobre estos delitos». Pues bien: que distribuya abundantes aspirinas a sus agentes, porque la página dedicada a la patria de Botticelli se quedará presumiblemente en blanco, cuando numerosísimos receptores ilegales vean santificado su amor por lo ajeno, y más exactamente, ¡por lo que es de todos!
Nadie se extrañe si ve por las calles de Roma a Medusa, iracunda, preguntando dónde queda la sede del Gobierno…