A la hora de picar el cake, los que festejan ponen cara de haber masticado cáscara de limón cuando ven aparecer a otros participantes. Estos también querrán su parte del pastel, y por eso, se llevan una mueca de los anfitriones. En días de crisis, ¡hay tan poco dulce que repartir…!
Es lo que está sucediendo en algunos lugares de Europa respecto a los inmigrantes. Por ejemplo, una encuesta muy reciente en España revela que el 47 por ciento de los consultados no ve positivamente la inmigración.
Demos una ojeada al norte del continente: los holandeses acaban de votar en los municipios, y la ultraderecha, representada en el xenófobo Partido de la Libertad, que no quiere ver a un marroquí ni a mil kilómetros, reforzó su pegada: quedó primero en la ciudad de Almere y segundo en La Haya. Para las legislativas de junio promete más avances (que para los inmigrantes se traducirán en retrocesos).
No hablo del sur, de Italia, porque allí no pasa un minuto sin que la Liga Norte (una fuerza que quiere incluso la partición del país en cuyo gobierno se sienta) busque la forma de hacerles la vida un yogurt a quienes recogen los vegetales y hacen las labores más arduas, es decir, a los extranjeros pobres. Ponemos el ojo en otro sitio: según un sondeo en Austria, el 63 por ciento de los encuestados vincula el alza del número de delitos con la inmigración, y unos seguidores de Adolf, el Partido de la Libertad (¡vaya coincidencia de nombres!) pescan simpatías en río revuelto.
La proporción, a ojos vista, es simple: a mayor inmigración, más gastos y más delincuencia. ¿Solución? «¡Pasemos el cerrojo! Ni uno más».
No me detendré en la harto conocida historia de italianos, españoles, franceses, irlandeses, etcétera, que antaño cruzaron el Atlántico cuando no tenían ni una papa para engañar al vientre. Solo digo que hoy los que llegan al festín del principio no solo van a comer. ¡También aportan!
En un artículo publicado en El País en 2008, el entonces presidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, ponía cifras sobre la mesa al decir que los inmigrantes eran responsables del 38 por ciento del crecimiento del Producto Interno Bruto, y que, pese a entregar el 7,4 por ciento de las cotizaciones a la Seguridad Social, recibían solo el 0,5 por ciento del gasto en pensiones. Otro especialista era más exacto: en 2005, los trabajadores foráneos en el país ibérico aportaron 23 402 millones de euros y gastaron 18 618 millones. Es decir, ¡4 784 millones de euros para el Estado! ¿Dónde está aquí el término «parásito», que algunos desean pegarle al sustantivo «inmigrante»?
Con independencia de que el extranjero que llega es también un consumidor (lo que favorece a la empresa), y que precisa de una vivienda (lo que estimularía la construcción), es además quien contribuye a pagar el retiro de algunos de los que arremeten después contra él en las encuestas. «¡Nosotros pagamos también vuestras jubilaciones!», clamaban, según el argentino Clarín, unos senegaleses en Roma el 1ro. de marzo, día en que en varios países europeos hubo protestas contra la discriminación. Por cierto que en Italia los inmigrantes aportan el 9,7 por ciento del PIB (más de 183 000 millones de euros, ¡uf!).
Las instituciones europeas no desconocen la realidad. Hoy, por cada jubilado europeo, trabajan cuatro personas, y en 2050 serán solo dos. Como la UE puede ver reducida su población a un cuarto de la actual a finales de siglo, precisa, al menos, de otros 56 millones de personas.
¿A qué viene entonces tanto pestillo, candado… y desprecio? ¿Quién trabajará por usted, señor mío? ¿Y por usted, mister? ¿Y por usted, monsieur…?