La obesidad fabricada mediante pésimos e indiscriminados hábitos de consumo amenaza con convertirse en una voraz pandemia que, sobre todo, compromete desde temprano la salud infantil e hipoteca en el futuro la expectativa de vida.
Médicos en todos los países, ricos y pobres, donde esa plaga de disparatadas costumbres se ha entronizado de la mano del comercio especulativo de comida chatarra, no cesan de emitir gritos de alarma. Un alto funcionario de la salud estadounidense ha declarado que «actualmente es el más grave problema de salud pública» porque «mata tantos ciudadanos como el cáncer, el sida y los accidentes juntos».
Ante tanta evidencia abrumadora, de la que es difícil sustraerse, hace unos días hasta la señora Michelle Obama presentó a todo trapo y mucha publicidad un plan para combatir la obesidad infantil. Con tantas promesas electorales quebradas al cabo de un año de mandato —ni la evacuación de tropas de Iraq, el cierre de la prisión en la base norteamericana en Guantánamo, la reforma del seguro médico y la salida de la crisis económica— en medio de un dramático descenso de aceptación popular, los residentes de la mansión de la avenida Pensilvania buscan con avidez alguna causa para relanzamiento o relavado de imagen. Preocuparse por la obesidad viene como anillo al dedo.
Pero así como las reglas del sistema con su dominante complejo militar industrial devoraron aquellas aparentes buenas intenciones del flamante prematuro Premio Nobel, las pautas del mercado capitalista pueden conseguir que naufrague el plan de la primera dama, a juzgar por el sesgo que tomó recientemente en Nueva York una campaña de idéntico tono y menor alcance.
La municipalidad de esa urbe la había emprendido contra el dañino consumo excesivo de refrescos de soda azucarado, y para ello desplegó vallas en las concurridas estaciones de los trenes subterráneos. Sin siquiera pestañear, una institución que funge de lobby de presión, financiada por corporaciones del sector alimenticio, el Centro para la Libertad de los Consumidores, reaccionó con una contrapropaganda que situaba a los refrescos altamente azucarados al nivel de «bebida nacional», casi un emblema patriótico.
Y fueron tan lejos, que echaron mano a George Orwell en su anticipador libro 1984, escrito en 1948, pero tomando el rábano por las hojas, despojándole de sus esencias, con tal de desacreditar el papel regulador del Estado, cualquiera que sea el sistema social, que es bandera sagrada del neoliberalismo.
Durante mi estancia en Nueva York presencié el saboteado empeño de escuelas por cambiar las ofertas de almuerzos basura en venta, o aportados por padres, provenientes de esas famosas firmas, convertidas en mitos envenenados por ilusos y desprevenidos en busca del elusivo «sueño americano». El interés por las ganancias terminó prevaleciendo.
El neoliberalismo, o lo que es lo mismo, el capitalismo feroz y depredador, lo mismo favorece cuantiosas muertes y daños en una guerra para vender armas que mantiene a plenitud una industria de gordos, aunque a mediano plazo eleve los costos de la salud pública y acorte la esperanza de vida.