Hoy ha aparecido entre ciertos universitarios cubanos una fiebre de pedir papelitos con el fin de armar un colchón probatorio de «integralidad», una palabra que lamentablemente se ha ligado a la ubicación laboral.
Así decía «Por favor, mi papelito», (31 de mayo de 2009), un comentario de JR que sirvió para el debate en muchas de las brigadas de las universidades en todo el país.
Aquellas líneas hablaban de cómo se ha desvirtuado una manera evaluativa que buscaba la «incondicionalidad». Y censuraban a los jóvenes que van a un simple juego de quimbumbia y enseguida andan exigiendo un documento con firmas para sumar puntos en el escalafón.
Ahora me entero, con mayor preocupación que en mayo, que varios de los muchachos participantes en ese debate, propiciado por la dirección nacional de la FEU, expresaron que son las instituciones las promotoras e incitadoras del papelito, los avales, los certificados de dos por quilo.
Esos criterios se entroncan con los de un lector que, después de haber vivido los trámites «papelísticos» para «procesarlo» como Vanguardia, escribió a este periódico para remarcar: «se es injusto al enjuiciar a esos estudiantes. Es cierto que esas cosas ocurren entre ellos y también entre los trabajadores. Sin embargo, ¿son los responsables de haber formado ese pernicioso hábito?».
En realidad, lucirá siempre ridículo pasarse el tiempo solicitando reconocimientos por haberle dado muerte a un mosquito de tres alas, o por regar la flor de la calabaza. O incluso, por haber ido a Júpiter en globo.
Sin embargo, tanto los argumentos de los referidos alumnos como los del lector nos llevan a sumergirnos en un tema mucho más complejo que la manía injustificable de solicitar papeles. Nos conducen a infiltrarnos en los mecanismos públicos que, en ocasiones, convierten a los individuos en simuladores, en buscadores eternos de méritos abre-puertas.
Asimismo, nos llevan a meditar con seriedad sobre los estímulos morales de los que habló magistralmente el Che. Ese grande nos decía que la vigencia de esos acicates depende del desarrollo de «una conciencia en la que los valores adquieran nuevas categorías».
En algunas circunstancias la realidad nos golpea con ejemplos contrarios a ese apotegma guevariano. ¡Cuántas personas que no acuden a una cita en el surco recurren, en cambio, al «hago constar», a un certificado y a cualquier otro papel para defenderse de la ausencia! ¡Cuántas veces hemos vivido el trance de asistir a cualquier actividad, no por corazón sino para marcar tarjeta!
¿Queremos una sociedad en la que el individuo se sienta como un pez entre olas al que le tiran anzuelos, los cuales pellizca para complacencia ajena? ¿Queremos una sociedad de papeles, en la que la ficción supere a la vida real?
¡No! Martí, cuyos sueños empezó a cumplir Fidel, quería que la primera piedra de la República fuera el culto a la dignidad plena del hombre. Soñaba con un ser humano abierto, franco, de carne y hueso, con contradicciones y defectos. No un maniquí amontonador de fingimientos.
Para cumplir ese sueño martiano y fidelista, irremediablemente necesitamos revisar mecanismos emulativos, premiar la virtud y jamás el interés, cultivar la sinceridad, no los falsos consensos ni los irreales cumplimientos. No se trata de renunciar al reconocimiento público que tanto bien genera, ni al diploma que espolea el corazón cuando se gana sin dobleces. Tampoco a la crítica por el error que nos hace bajar la cabeza y aflorar la vergüenza. La cuestión es no andar construyendo ni premiando las montañas de papeles que pueden desvanecerse con un simple y vulgar soplo.