En 1931, el húngaro Rezsô Seress compuso una canción que hasta hoy se considera entre las piezas artísticas más amargas dedicadas a un domingo.
Gloomy Sunday, luego popularizada en los 40 por Billie Holliday y conocida en la historia como «la canción del suicidio», por las connotaciones de su letra y el destino general de sus autores e intérpretes, es un réquiem a —vaya paradoja— una jornada bella, de unión familiar y solaz.
Pero en el epicentro barrial de algunas ciudades cubanas a veces dan ganas de escuchar la canción del magyar cuando ese tiempo de encuentro —el exiguo rato semanal dedicado al descanso para que el equilibrio psíquico del individuo no sufra alteración— se ve afectado impunemente por los nuevos «bárbaros» sonoros.
Cuando ello sucede, un domingo puede convertirse, dentro de un edificio multifamiliar, en algo como la conocida película Infierno en la torre: en fuego. La adrenalina salpica, el estrés revienta, la presión arterial asciende…
A menos que tengas la posibilidad de insonorizar tu apartamento, serás cautivo de las predilecciones musicales vecinales, por norma común las más estridentes.
Escuchando piezas tales, el receptor pasivo con un mínimo discernimiento detecta los estados anímicos de los enardecidos DJ locales: el electrocardiograma romántico, si todo marcha a pedir de boca, si hay algo nuevo en el ambiente…
Alejandro García (Virulo) decía en entrevista a JR el 10 de mayo pasado: «Hay algo inquietante que está sucediendo en Cuba (…): la gente que tiene más dinero es, a veces, la de menor nivel cultural, y creo que hay unas tendencias marginales en la cultura cubana actual que me parecen preocupantes».
La interpretación de estas palabras da para mucho más que un simple comentario, en razón de sus disímiles expresiones e implicaciones, pero en el plano de lo que nos ocupa aquí existe una correspondencia directa.
Son gente de desproporcionada falta de equivalencia entre luces y solvencia, quienes adquieren equipos de potente audio y arremeten contra el prójimo, a veces sin la percepción clara de que contravienen normas ambientales y flagelan su propio aparato biológico.
Para mayor pesar, ya no son solo los tiempos de la música alta en horas elevadas de la noche, o del adolescente con grabadora nueva. Ahora el espectro es más amplio. Los conciertos no tienen hora cierta de arranque, tiempo fijo. Solo comparten categoría ritmática.
Si esta, como tantas otras indisciplinas, no se reprende o analiza con más fuerza de forma puntual en los lugares donde tiene incidencia, por los mecanismos instaurados y cuando sea el caso con el necesario apoyo de las fuerzas del orden, poco habrá que ganar en el futuro en una batalla donde los afectados somos todos.
Incluidos los propios agentes del perjuicio a la sociedad, quienes en su daño implican hasta a su misma descendencia, que luego reeditará su comportamiento. Y así la cadena será eterna.