Encontré a Ludwig Van Beethoven hace apenas unas semanas en la ciudad de Holguín, abrazando a los insólitos trasnochadores de las Romerías de Mayo con su Oda a la Alegría. El sordo inmenso que sedujo los oídos del mundo para siempre, deslizaba su himno en cualquier parque, con la resaca de tanto júbilo.
Esa oda que nos tiene siempre viajando entre la Tierra y el Cielo, a punto de encoger el corazón más rígido, no por azar es el emblema de unos festejos cada vez más ecuménicos. Sí, porque las Romerías de Mayo, ya de toda Cuba, trascienden el «pan y circo», la «gozadera» a granel o en paqueticos —aunque también los contengan—, para darle cabida a los más variados gustos y sentires. Son una babel del goce en todas sus escalas. Un verdadero ajiaco cultural, que siempre habrá que reconocerle a su principal gestor, Alexis Triana, aquel estudiante de Periodismo de fines de los 80 que supo crecerse mucho más alto que la Loma de la Cruz.
En las Romerías, el reguetón no se hala los pelos con la canción lírica, ni el rock le busca las arrugas al son. Allí la trova le sonríe al techno. Y la música sacra puede convivir con la rumba de cajón. La plástica toma las calles junto al cerdo al pincho, y otros primores al brasero. El cine experimental ilumina en pantallas libres, bajo las estrellas, a los cuentapropistas que, muy cerca, organizados y deleitosos, venden todo géneros de golosinas —desde rositas de maíz hasta empanadillas. Y las ofertas estatales acortan los abismos entre pesos y CUC. Los artesanos y pintores ofrecen milagros de la imaginación, mientras se inauguran vendavales de exposiciones de todo tipo, y los escultores cincelan la piedra ante tus ojos.
Los niños retoman juegos ya extraviados por las precocidades de la modernidad, y vuelven a la inocencia con las rondas. O, de lo contrario, desafían la Ley de la Gravedad en unos bellos aparatos, diseñados y construidos por sus propios dueños, unos ingenieros de la diversión que cumplen sus deberes tributarios (no hay que esperar que llegue la inversión planificada, es la iniciativa local).
En las Romerías todo es anchuroso y está abierto a todos. Usted lo mismo encuentra a las 12 del día, bajo un sol que raja los aburrimientos, a personas vestidas de cualquier época y cubiertas de arcilla, menos los ojos. Están inmóviles en una esquina y, súbitamente, cuando levantan un brazo o esgrimen una cruz, te percatas de que no son estatuas, sino parte de un performance. Allí también descubres, en un Charlot que pasea solitario entre la muchedumbre, a alguien que conoces, y viaja desde La Habana cada año a sentirse Chaplin en aquella lujuria de inventivas.
El protagonismo, ese derecho de cada quien a participar y decidir su alegría, tiene su momento más excelso cuando, el día inaugural de las Romerías, la muchedumbre repite cada año el ascenso a la Loma de la Cruz. Personas de encontrados orígenes llegan a la cima y vuelven los ojos a la rectilínea ciudad, no sin antes, tocando el Hacha de Holguín, e ignorantes de qué animismos aborígenes puedan ayudarles, pedir deseos y lanzar al viento sus esperanzas.
Desde esas alturas, acudo al recurso del símil. Y se me antoja que la vida de mi país bien debiera parecerse todos los días a las Romerías de Holguín. Me resisto a creer que el socialismo, el más humano de los sistemas, sea aburrimiento, centralizada obediencia, y no un acto de libertad y participación. Con la resaca voy tarareando mi Oda a la alegría, abrazado a Beethoven. Terminamos entonando aquella vieja canción de Silvio: «Y que las noches no sean detenidas, y que ni un parque se salve de la plaga: que no envejezca un lecho en soledades, que ni una sábana se quede sin su historia...»