Hace algunas semanas, cuando el tema estaba muy fresco, conversábamos una colega y yo sobre la historia de la «gordita» británica Susan Boyle, una humilde mujer con estampa de ama de casa que se presentó como concursante en el programa Britain’s Got Talent, quien al terminar su exposición sobre el escenario, dejó boquiabiertos a un público y un jurado siempre listos para la ironía y el escepticismo.
Susan fue blanco de las risas y burlas de sus espectadores, antes de empezar a cantar como un ángel. En un video que millones de internautas buscaron y vieron, y que provocó una avalancha de reflexiones sobre la naturaleza humana, aparecía la concursante entonando la canción I dreamed a dream, con lo cual iba trastocando los rostros de quienes estaban allí para solazarse chistosamente con cuanta criatura novata intentara compartir algo de su talento, en un certamen que parece estar hecho más para la humillación que para el camino a la fortuna.
En sus declaraciones, Susan confesaba estar «alucinada» con todo el vendaval desatado, aun cuando dejaba en claro su deseo de no cambiar mucho, de seguir con los pies sobre la tierra, «porque hay que hacerlo», y de que el público pudiera verle su yo verdadero, la persona que en realidad es: alguien humilde, normal y corriente.
Se ha dicho que la cantante vio que se reían por lo bajo de ella nada más haber llegado al escenario, y que ese ambiente, lejos de apocarla, la impulsó a dar una lección. Haber convertido el cinismo de la gente en asombro y casi bondad, ha sido para ella un «milagro».
Lo que se desgaja de este episodio que ha conmovido a millones de personas, es para mí el hecho de que, aun cuando nuestra especie parece estar amasada con un obvio ingrediente de morbo y crueldad, es justo reconocer que no podemos resistirnos a verdades luminosas y de bien como son el talento o la belleza interior. Y en esa lucha entre la fiera y el querubín que llevamos dentro, parece ser que este último todavía puede dar batalla y ganar terreno.
Otra arista no menos importante y que en honor a la franqueza inspiró estas líneas, es la concerniente a lo aparencial, a cómo resulta raro que vayamos más allá de la imagen que, a golpe de primera vista, recibimos de otras personas. Así como el público esperaba cualquier cosa menos un acto sublime en Susan Boyle —con rostro bonachón y pasadita de peso—, sucede que cuando alguien llega con diferentes estampas o modos de expresarse, la reacción más común es atrincherarnos frente a lo que no es igual.
Como si ese otro no tuviera alma, algunos asumen la pose del evangelizador que debe encauzar al diferente por el buen camino. Y es ahí donde se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo, de un buen encuentro, sin talanqueras mentales, que saque a flote el talento nuestro y el del otro, ese don que todos, absolutamente todos, traemos para hacer algo bien y con ganas cuando llegamos a este mundo.
Por supuesto que esta cruzada contra los prejuicios incluye el respeto a cualidades y sentimientos que sí deben ser factor común, como el sentido de la solidaridad, el amor a los semejantes o la noción de lo justo. Y siempre que esas esencias pervivan y sean capaces de encarnar en actos, no importa que haya que buscarlas debajo de una piel tatuada, o de una indumentaria extraña, o de unas palabras que nos pongan los pelos de punta, o de una gesticulación que sea todo un desafío para lo que nos enseñaron en tanto tiempo de civilización patriarcal.
Lo diferente no es obligadamente lo contrario, o lo inferior. Lo que Susan se alegra de haber recordado al mundo, es que el reino de los lindos, de los «correctos», los «exitosos», es también el de la necedad si en él no cabe la infinita y variopinta gama que es el resto de la humanidad. En lo que a nuestra Isla respecta, esa voluntad tan lindamente expresada por José Martí en su «con todos y para el bien de todos»; o sea, sumar —que tiene como premisa el respeto al otro, la esperanza compartida con el otro—, es la clave de toda fortaleza.