Una carta difundida en Hablando Claro, espacio de Radio Rebelde donde me enaltece participar tanto como en este periódico, nos recordó hace pocos días que los problemas tienden a engordar —esa es la frase del autor— si no se les ataca o si ni siquiera se les oye. No es mi propósito reproducir el texto en esta columna. Me valgo de la carta en términos generales, solo para reflexionar sobre cómo ciertos problemas pueden derivar en un problema mayor, incluso irresoluble, a causa de la indiferencia.
El tiempo, lo reconocemos casi intuitivamente, no se parece a una cuenta de ahorro que acumule intereses millonarios. Más bien, el tiempo carece de fondos. Y desde muy joven aprendí a nombrar esa actitud de echar al rincón las urgencias como «convivir con los problemas». Desde luego, resulta cómodo mirar solo hacia un solo lado, allí donde hemos previsto que todo discurra planamente. Pero si en la peripecia doméstica, olvidarse del salidero o despreocuparse de con quiénes juegan y pasean nuestros hijos implica abocarse a una tragedia familiar, en lo político y lo social el resultado aumenta sus capítulos e incisos.
Cuando se habla de la necesidad de cambiar conceptos, me figuro que también se incluye el cambio de la mentalidad predominante entre nosotros; a esa visión rígida, solemne, casi litúrgica, que aguarda porque alguien, de más arriba, levante el dedo para actuar. Vivimos perennemente en guardia, en una mentalidad de control y autocontrol que, evaluada en su provecho práctico, enrarece y deforma un tanto el clima de creación y trabajo en el país.
Esa mentalidad de hierro fundido, engordada en los años de período especial, tiene diversos ingredientes. Uno de ellos se remite a la estructura vertical de nuestra sociedad. Lo que quizá, por razones de supervivencia, fue necesario en un momento, hoy, en circunstancias internas y externas distintas, entorpece el avance hacia un país superior, capaz de multiplicar las posibilidades del gobierno del pueblo, para el pueblo y, sobre todo, con el pueblo, ente que compone la imprescindible base horizontal en Cuba. Si esa base faltara, cualquier sistema de raíz popular se transformaría en un régimen burocrático.
Por tanto, ese concepto estrecho de los deberes políticos, ese creer que hacemos bien cuando callamos nuestro parecer o un juicio polémico, determina que muchos de los espacios sean pobremente utilizados. Dicho de otra manera: hemos convertido en norma el creer que todo peligra si pensamos en voz alta o si actuamos sin órdenes ante las urgencias que en nuestro espacio se levantan. ¿En qué han venido a resultar, por ejemplo, algunas de las asambleas de rendición de cuentas —ámbito eminentemente democrático y socialista— que en diversos aspectos carecen de la atmósfera de intercambio, del pulso que mi memoria aún conserva? Contemporáneamente hemos —yo al menos— soportado que cierto delegado nos advierta: no me hablen de esto, y de esto ni de esto otro... El análisis racional nos recomendaría, en cambio, que por ser esos los asuntos complicados merecerían la discusión colectiva.
La fría retórica, en suma, distingue a muchos debates. Una retórica cautelosa que habla en nosotros para diluirse en el plural, que no compromete. Pero ¿alguien acaso puede asegurar que en nuestro país esté vigente una estrategia de la indiferencia, un código de la pasividad, una arquitectura que diseñe oficinas para que no penetren quejas e inquietudes y no salgan soluciones ni explicaciones responsables?
Responsables, en efecto. Porque toda acción que intenta resolver problemas o toda palabra que pretenda explicar el porqué no se pueden solucionar es un acto de responsabilidad. Lo irresponsable sería echarles el maíz de la indiferencia para que engorden, como dijo aquel oyente cuando nos escribió a Hablando Claro pidiendo que comentáramos su particular situación después de dos años yendo de una a otra oficina, y ver al fin cómo se abultó lo que, atendido a tiempo, hubiera resultado menos costoso. El sobrepeso, aun en los problemas, compromete el paso y la salud.