Las manifestaciones de modestia han de expresarse en la dosis exacta, como recomienda mi amigo Julián Pérez Peña con respecto de los medicamentos. Si uno se excede, los golpes de pecho pueden parecer culebreos de la hipocresía. Y nada que sea falso, nos honra. Por ello, una semana después de conocer que me habían adjudicado el Premio José Martí por la obra de la vida, y superada ya la discreta euforia que alargó mis noches, deben comprender que yo piense ahora más en mis errores e insuficiencias que en mis méritos.
Uno no puede dejar de ser lo que es, ni como es. Crecí leyendo u oyendo decir que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, que todo es vanidad y solo vanidad, que los pobres de espíritu serán bienaventurados y que la corrupción de los mejores es la peor. Cómo he de vivir que no sea dejándome guiar por esta filosofía de raíz cristiana y revolucionaria. Desde luego, no voy a ser modesto. No le reprocharé al jurado haberme elegido por mayoría —ah, la votación dividida me recompensa de cualquier miedo a la injusticia—, ni repetiré que soy indigno, indigno...
Sin embargo, diré que el premio me sorprendió. Me sorprendió porque este año concurrieron como candidatos numerosos periodistas cuyos méritos se defienden, sin esfuerzo, de las dudas. Y en consecuencia, este columnista, candidato por voluntad unánime —ahora sí— de mis colegas de Juventud Rebelde, había desechado toda ilusión cuerda: en esa novena eres solo bateador emergente, me dije autocríticamente. Además, los premios nunca me fueron afines. Claro, hemos de respetar la decisión del jurado, aunque cualquiera tiene derecho a disentir. Y yo he de acatar un juicio sobre mi obra que no coincide con mi autoevaluación, habitualmente echada por lo bajo, porque no hay que exagerar...
Lo conmoción irrumpió minutos después de la sorpresa: la reacción jubilosa, cariñosa de los presentes en la sala de actos de la UPEC me descuajó las cuerdas vocales. No podía creer que tantos colegas me apreciaran con tanto entusiasmo. Y según pasaron las horas, la bandeja de entrada de mi correo y mi teléfono se convirtieron en oficinas públicas. Me escribía, en particular, gente que no conozco personalmente: lectores y oyentes para los cuales mis textos impresos o mis comentarios radiales significan un apoyo, un refuerzo para su fe y su esperanza revolucionarias. En fin, soy dichoso. El Premio José Martí me ha facilitado la oportunidad de saber que mi trabajo no ha sido solo para solventar las necesidades económicas de casa.
No me parece excesivo, pues, reafirmar en estas líneas que al periodismo me condujo una vocación de servicio social. Una vocación que me acompaña desde niño y que ha encontrado canales, voz y sustancia en la historia y la vida del pueblo y de la Revolución. Por ello, me parece que mi nombre recibió el premio, pero soy solo el portavoz de una tendencia, de una doctrina que insiste en un periodismo renuente a la trivialidad o a la deformidad. Un periodismo decidido a defender a Cuba y al ideal socialista con el estilo, las técnicas y los medios de este ejercicio público que Hegel calificó de «desayuno del hombre moderno».
Agradezco las demostraciones de afecto y de respeto. Agradezco esas palabras que exaltan y que me sonrojan cuando las leo o las oigo. Los años, la lucha, la perseverancia en la vocación y la causa que han nutrido mis días, a pesar de las desilusiones, y la confianza en la integridad ética de muchas compañeras y muchos compañeros me han vuelto tolerante. Y por tanto acepto, sin sospechas, esos elogios y esos abrazos.
Mas, he de aclarar que el título del premio me suena un tanto rotundo, definitivo: por la obra de la vida, como si una vida bastara para hacer todo cuando uno se propuso. Por tanto, si he dicho, al principio de esta nota, que más que en mis méritos pienso ahora en mis errores y mis insuficiencias, es porque no me siento acabado, ni me voy a refugiar en «ese merecido descanso», según reza el lugar común. Sigo en el camino, con oídos, ojos limpios y el corazón flexible. Con ese sentido dije a la TV, con la voz amordazada por la emoción, que pedía el último en la cola para el reenganche. No para ganar nuevamente este premio único y tan honroso, sino para ganar la oportunidad de mejorar todo esos papeles que pude emborronar mejor.