Si hemos de lamentar los daños causados por el huracán a esa gente tan querenciosa y orgullosa de su localidad, hemos de felicitarnos porque el Ike —nombre con resonancias de dolor al pronunciarse en inglés— no arrastró, ni echó a los vientos las memorias de El Hoyo.
Omar Villafruela, hombre achaparrado —como de Chaparra, ¿no?— robusto y con movimientos juveniles en sus 60 años, escribió este libro, porque, aparte de su vocación literaria, que corresponde a su decisión personal, profesa una devota servidumbre a la historia de su lar. Y ese apego es como una característica de los habitantes de Menéndez o de Chaparra. En ese sitio se huele la identidad local, ese sentimiento sobre el cual se fundamenta el patriotismo. Cuba, en el interior de los cubanos —cubanos de verdad— empieza siendo un batey, un barrio, un pueblo, una calle, una ciudad, hasta corporeizarse en la nación.
Libros como los de Villafruela son tan útiles como necesarios. Y me parece que, para promover su cristalización en palabras y formas, y para publicarlos, para que de verdad existan, surgieron las editoriales en cada provincia. El sello de Metidos en El Hoyo corresponde a Editorial Sanlope, de Las Tunas. Cuando lo concibió y ejecutó, Villafruela no imaginaba la certeza futura del paso de Ike, ni de ningún otro desastre. Pero el escritor recogió sus memorias de El Hoyo, y las puso a resguardo de ciclones y candelas al escribirlo en un libro íntimo, personal, y que es a la vez colectivo, general.
Chaparra ha salvado en este volumen parte de sus costumbres, sus personajes, su vida pasada que, como ocurre casi invariablemente, es afluente de la vida presente. Y aunque literalmente podríamos decir que los habitantes del que fue, en un momento, el central mayor del planeta, quedaron «metidos en el hoyo» a causa de tantos golpes aciclonados, creo que nadie me considerará loco al decir que gente con tanto fervor por su patio pequeño, sabrán sacar a El Hoyo, y al resto de los barrios locales, del hueco. Así lo deseamos nosotros, que estamos un tanto fuera físicamente de aquel sitio y así lo quieren esos amigos míos —que todavía no he podido llamar— y los amigos de mis amigos, es decir, toda la gente de Chaparra.
Nacionalmente podemos alegrarnos de que la literatura de memorias se expanda en Cuba. Qué bueno que el pasado, los días vividos, matizados por la intimidad, por el lírico temblor del que evoca con el corazón, están enriqueciendo de capital subjetivo nuestra narrativa.
He sentido placer, gusto, leyendo estas prosas claras, correctas que hablan de otros tiempos y de la misma gente honrada y trabajadora de Chaparra. Villafruela, metido en El Hoyo, su barrio de la infancia y la juventud, es decir, de toda su existencia, manifiesta el empeño por preservar, depurar, pulir nuestra identidad mirándonos también en lo vivido... Tal vez, dentro de 50 años, otro hijo de Chaparra —¿un nieto o un biznieto de Omar Villafruela?— cuente de cuando, metidos todos en el desastre de un huracán con nombre en inglés, ciego e irracional como toda fuerza bruta, subieron a fuerza de brazos y uñas y solidaridad a la superficie del futuro mejor.
Al permanecer por unas horas allá en espíritu, dentro del barrio y sus peripecias antañonas no exentas de injusticias y angustias de aquellos tiempos idos del capitalismo cañero, uno piensa que leer Metidos en El Hoyo tiene su papel constructivo y creador.