Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La Guerra Tibia

Autor:

Luis Luque Álvarez
El panorama es apacible. No hay nada que temer.

El presidente George W. Bush ha sentenciado que «la Guerra Fría acabó». Su secretaria de Estado, Condoleezza Rice, lo apoya: no hay que «exagerar» las diferencias entre Rusia y Occidente, pues no hay «una nueva Guerra Fría» entre manos. Lo mismo dice el secretario general de la OTAN, y el ministro de Relaciones Exteriores de Francia, y fulano, y mengano...

Todo es paz, sosiego. Los pajaritos cantan y las nubes se levantan...

No obstante, en tan idílico paisaje de las relaciones internacionales, EE.UU. y Polonia firmaron, como parte del ideado escudo antimisiles norteamericano, un acuerdo para instalar diez cohetes interceptores en ese país europeo. Ya en julio la República Checa dio su beneplácito para acoger un sistema de radares complementario del proyecto.

«¿Complacida?», parece decirle Sikorski a la Rice tras firmar el acuerdo antimisiles. Foto: AFP Dicen en Washington que es «para prevenir ataques desde Irán o Corea del Norte», ¡y a lo mejor algunos lactantes se lo creen!, no enterados de que Irán no posee la tecnología para fabricar cohetes capaces de llegar a Europa o a EE.UU. El objetivo, sin muchos rodeos, es Rusia: es privar a ese país de la capacidad de un hipotético primer golpe nuclear, que esperamos que jamás ocurra, pues ni los que propinen el primero, ni los que den el segundo, escaparán a un holocausto de inimaginables proporciones.

¡Uf! Y menos mal que la Guerra Fría ha pasado (tal vez estos amagos de armamentismo podrían ser llamados «Guerra Tibia», ¿no?).

La «tibieza» pudiera percibirse, por ejemplo, en que, si antes los misiles soviéticos y norteamericanos apuntaban hacia las ciudades del adversario, ahora son la República Checa y Polonia las que se colocan en el blanco de un posible ataque desde Rusia, que se siente justificadamente amenazada por un escudo antimisiles a sus propias puertas, y que pudiera además recortarles los suministros de petróleo y gas a ambos. Igualmente, si antes eran dos bloques de aliados los que estaban vueltos de espaldas, en la actualidad es un único bloque —el de norteamericanos y europeos— el que pretende aislar a Moscú, en represalia por la intervención militar de ese país para detener la invasión georgiana a Osetia del Sur.

Por añadidura, Washington presionó para que se suspendiera el Consejo OTAN-Rusia, hasta que las tropas rusas se retiren de Georgia. Y lo obtuvo. Pero Moscú, que «no cree en lágrimas», también anunció el congelamiento de la colaboración militar con la Alianza, porque, al parecer, cansado de que Occidente haga su voluntad sin pedirle su opinión —con los bombardeos a Serbia en 1999, con el desgarramiento de la integridad territorial de ese país al arrebatarle Kosovo, o con la cada vez más preocupante aproximación de la OTAN a las fronteras rusas—, estimó que era hora de que los vencedores de la Guerra Fría se cogieran el dedo con la puerta, porque ¿cómo permitir que un amiguito de estos se atreviera a dar un zarpazo a los sudosetas —mayoritariamente rusos—, y quedara impune?

Curiosamente, este incidente aporta variaciones —para mal— a las actitudes de algunos políticos europeos que antes, con buen juicio, consideraban erróneo acelerar la entrada de un buscapleitos como Georgia en la OTAN. En abril, durante la cumbre de la Alianza, la canciller federal alemana Angela Merkel declaró que «países involucrados ellos mismos en conflictos regionales o internos (típico caso georgiano) no pueden ser, desde mi punto de vista, miembros de la OTAN». Pero días atrás, en una visita a Tiflis, se retractó: «Georgia será miembro de la OTAN si así lo quiere», expresión que fue atenuada por un portavoz suyo poco después. A fin de cuentas, nadie en Berlín quiere que le cierren la llave del gas...

Todos estos desencuentros —desde la coyunda sobre el escudo antimisiles hasta el espaldarazo a las majaderías bélicas de Georgia— brotan del pozo de recelos de quienes, no conformes con haber visto el desmoronamiento de la Unión Soviética, desean una Rusia apocada, incapaz de actuar decididamente en la resolución de los problemas internacionales, y de la que solo se acuerden como fuente de materias primas para el oeste del continente.

Ese era el panorama de los 90. Pero ya son otros tiempos. Quien no acabe de entenderlo, corre el riesgo de verse envuelto en un conflicto cuya «tibieza» no tendrá nada que envidiar, por peligrosa, a la «frialdad» de antaño...

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