Austria y Eslovenia se dan la mano en la frontera, pero... Foto: AP Anita Mrus, de la pequeña localidad polaca de Zgorzelec, explica alegre a la cadena británica BBC que ya no tendrá que pasar por el control fronterizo para ir a ver a su novio, Ingo Giers, quien vive al otro lado del río, en el poblado alemán de Goerlitz. Desde el 21 de diciembre, las cosas se les han facilitado a estos jóvenes y a 400 millones de europeos, con la implementación del Tratado de Schengen en nueve de los diez países que se integraron a la Unión Europea en mayo de 2004.
¿Cuál es el motivo del júbilo? Pues que se eliminan los controles de fronteras, y los ciudadanos europeos —así como los no europeos de visita allí— no necesitan mostrar pasaporte ni poseer un visado para viajar a otros países miembros del Tratado. Ello significa libertad de movimiento entre 24 naciones, a saber, entre los 13 miembros de la antigua UE-15 (Gran Bretaña e Irlanda prefieren quedarse afuera) y los «nuevos» de 2004 (excepto Chipre): Malta, Eslovenia, Eslovaquia, Polonia, República Checa, Lituania, Estonia y Letonia. Noruega e Islandia, que no son parte de la UE, están incluidas desde 2001. Ventajoso, ¿no? Aunque el asunto tiene matices. Ya hablaremos de ellos...
En primer lugar, veamos algo del Tratado, cuyo nombre recuerda el poblado luxemburgués donde fue rubricado en 1985. Bajo sus prerrogativas, además de que se crea una frontera externa común, la policía puede perseguir criminales más allá de los límites nacionales, se unen más estrechamente los esfuerzos contra el narcotráfico, y se fijan reglas comunes de asilo. Asimismo, se autoriza a los Estados a reimplantar por corto tiempo los controles limítrofes por razones de seguridad, tal como ocurrió en Alemania durante el Mundial de Fútbol de 2006.
Desde luego, la ampliación del espacio Schengen fue motivo de jolgorio durante 48 horas, con los políticos marcando el paso y los despachos de prensa refiriéndose a la «última paletada de tierra» sobre los cadáveres del Telón de Acero y el alambre de púas que dividían a Europa.
Sin embargo, en honor a la verdad, el telón y el alambre lo único que han hecho es correrse más al este, pues más allá de Polonia están Ucrania y Belarrús, que no pertenecen a la Antártida ni mucho menos, sino a Europa. Precisamente en las fronteras polacas, eslovacas y otras, se reforzará la vigilancia con nuevas instalaciones, y para ello, la Comisión Europea ha destinado mil millones de euros.
Fuegos artificiales aparte, en el oeste de la «Europa solidaria» hay temores. El diario francés Le Monde advierte que «es muy probable que criminales, mafiosos y traficantes de todo tipo busquen aprovecharse de la situación», y el germano Leipziger Volkszeitung alerta sobre «los robos de autos o la visita no deseada de asaltantes en la frontera oriental de Alemania». De hecho, un sondeo arrojó que el 60 por ciento de los alemanes cree que las fronteras abiertas son una invitación al crimen, y las demandas de sistemas de alarma electrónica subieron en un 25 por ciento. ¡Que viene la peste!, estarán diciendo algunos, a la usanza medieval.
Además, la fanfarria de que «puedes recorrer 4 000 kilómetros entre Tallin (Estonia) y Lisboa (Portugal)», como aseguró el primer ministro eslovaco Robert Fico, merecería la acotación de que «poder, puedes, pero no puedes», o sea, la libertad la tienes, pero ¿con qué medios ejercerla?
Sí, porque el abismo salarial entre países de la UE es tan profundo, que es improbable una «ola turística» hacia occidente. Los alemanes ganan, como promedio mensual, 2 800 euros, y los suecos 2 500, mientras los letones perciben solo 266 euros, y 300 los lituanos. ¿Quiénes tendrán entonces más fácil la parranda y el viaje? Como consolación, los recién llegados podrán ir a trabajar al oeste, solo que en algunos casos por menores sueldos.
En fin, las barreras caen, y eso es meritorio. Pero las diferencias, ¿cuándo caerán?