Serrat y Sabina hacen de las suyas en una gira que emprenden juntos
Ante el rumbo de ciertas cosas en este mundo, alguna vez pensé que desde los centros hegemónicos del poder se había decretado la muerte del trovador.Mientras escribo estas líneas recibo la lista de los Hot 100 de Billboard, y entre el rock analgésico de Maroon 5, que ya contamina a los niños en la cadena Nickelodeon, y la machacona insistencia de Justin Timberlake, no encuentro tan siquiera el rastro de una pieza folk inteligente, ni una melodía que recuerde los ímpetus de Woody Guthrie ni el encanto telúrico de Bessie Smith.
Del Río Bravo a la Patagonia la conjura combinativa del marketing y el poder mediático unifica gustos en torno a una Julieta Venegas que no es la misma que conocimos hace unos años en Cubadisco, una Avril Lavigne que puede ser cualquier otra Avril Lavigne y un Chayanne que no deja de ser Chayanne. A Dios gracias todavía Maná tiene algo que decir en esas listas de éxitos que parecen repetirse semana tras semana.
Me animo, sin embargo, al descubrir que Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina hacen de las suyas en una gira que emprenden juntos, que Aute es mimado por el público mexicano, que Silvio y Pablo reúnen multitudes de varias generaciones cerca de la Patagonia y en el ardiente Caribe. Y que a golpe de bachata Víctor Víctor logra un disco ecuménico y sentimentalmente devastador.
No, la muerte del trovador no es la solución que nos quieren imponer. Hay otras maneras mucho más sutiles y efectivas para que la trova se desangre o al menos sea inofensiva.
Un primer peligro reside en la absorción de la producción trovadoresca y el propio trovador por parte de quienes dictan las pautas del mercado.
En la Edad Media europea todo era mucho más burdo. Los juglares plebeyos dependían de su habilidad para sobrevivir y prosperar: buscaban el amparo de un señor o de la esposa de un señor o de su amante y para ello prodigaban versos edulcorados y amables. Aunque a veces, no por hacerlo, se aseguraban una mejor estima. Recuérdese el origen de la diferencia entre el trobar clus y el trobar leu. Raimbaut d‘Aurenga, para satisfacer el gusto refinado de la corte de Aragón, llevó al extremo el llamado trovar cerrado, de rimas escarpadas y difíciles, de palabras y construcciones rebuscadas, de sentido arcano. Defendía su posición diciendo que aquello que se divulga a toda clase de gentes, no tiene dignidad. Uno de sus oponentes, Giraut de Bornehl lo interpeló: «¿para qué trováis si no os place que lo comprendan todos?»
En nuestros días no siempre se está alerta ante el proceso de absorción del talento. El mercado crea la ilusión de que el público es el que manda, que en el proceso de circulación de la mercancía se origina una decantación natural, cuando sabemos que es exactamente lo contrario.
Como un templo se alza desde hace dos siglos la voz de Carlos Marx diciéndonos: «La producción no produce solo el objeto de consumo, sino también el modo de consumo, y no solo de una manera objetiva, sino también subjetiva... Sin necesidad no hay producción. Pero el consumo produce la necesidad», fueron palabras suyas.
Otra trampa se oculta en el encasillamiento. En no pocas ocasiones se trata de confinar a la trova y al trovador en compartimentos estancos, en nombre de la pureza folclórica si se trata de alguien que oficia la tradición, o de supuestos requerimientos comerciales.
Habría que abordar analíticamente el menoscabo originado por la proliferación de etiquetas para clasificar las músicas, puesto que más que apuntar hacia el reconocimiento de la diversidad cultural, consagran órdenes y pautas de consumo.
Veilt Erlmann en su ensayo La estética de la imaginación global nos llama la atención sobre esa plataforma supuestamente promisoria con que nos seduce una de las etiquetas más frecuentes de nuestra época, la de la llamada world music: «Las músicas del mundo crean su experiencia de autenticidad a través de medios simbólicos cuya diferenciación depende vitalmente de una construcción en la cual se borren las diferencias originales (...). En este escenario las fuerzas y procesos de producción cultural se dispersan y se rompen sus referencias a cualquier tiempo y lugar, aun si precisamente son la tradición local y la autenticidad el principal producto que está vendiendo la industria del entretenimiento global. Así, desde esta lectura, world music aparece como el paisaje sonoro de un universo que bajo toda la retórica de raíces, ha olvidado su propia génesis: las culturas locales».
Un tercer abismo nos acecha: la banalización de los contenidos y las prácticas trovadorescos. Esto tiene que ver con la percepción que trovadores y trovadictos tenemos de nosotros mismos, de nuestra capacidad para escapar de estereotipos que van desde el atrincheramiento en posiciones dogmáticas hasta el conformismo ante realidades sonoras y textuales de nuestra época.
Al mercado le interesa que seamos, unos y otros, imágenes congeladas de la nostalgia, rebeldes controlados por el consumo de públicos cautivos, minorías por los siglos de los siglos.
Les complace que nos cocinemos en nuestra propia salsa y no salgamos a repartirla a manos llenas o a mezclarla con otros sabores, protagonistas de esa alquimia que alimenta los procesos dialécticos de interacción entre la tradición y la innovación.
Si convenimos con el entrañable cantautor chileno Pancho Villa en que aún siendo una buena parte de los países de nuestra región un anclaje del neoliberalismo, nuestra canción auténtica no ha podido ser privatizada, no es aventurado entonces proclamar que, a pesar de los pesares, el trovador dista de ser una especie en extinción y la trova, en su contracanto rebelde y fecundante, una filosa necesidad.