Al parecer existe entre nosotros alguna especie de doctor Hannibal Lecter tropicalizado. Es un tipo de «malo» muy especial; tan repugnante y peligroso como el protagonista de la famosa novela, convertida por el cine norteamericano en el taquillero filme El silencio de los corderos.
En su versión criolla este personaje no tiene que ser necesariamente una persona, puede ser algo así como un «ambiente» que, a diferencia de la obra novelesca o cinematográfica, provoca aversión, una muy corrosiva aversión.
Este ladino anda sigiloso por ahí, creando una degradante y anuladora mentalidad colectiva. No es un provocador del terror físico, es más bien promotor de un extraño «pánico» psicológico.
La última prueba de su existencia la ofreció una llamada telefónica en la última semana. Un anciano que viene de regreso de mil escaramuzas por levantar el sueño de la nueva Cuba llamó a la redacción para anunciar que guinda sus guantes.
No los cuelga de manera natural, lo hace por «cansancio». Ya no puede seguir cargando sobre sí tantas incomprensiones y desalientos de quienes creía que militaban en sus filas: en las de los inconformes, en las de aquellos que no pueden posar la cabeza tranquila sobre la almohada mientras el mundo alrededor se «desmorona».
Hace pocos días este diario publicó lo que podría considerarse su «último aldabonazo», a juzgar por su timbrazo a este periódico. Sus postreros ardores carenaron en la sección Acuse de Recibo del colega José Alejandro Rodríguez.
Era una carta en la que denunciaba los incomprensibles abandonos que padece el batey de su vida, donde muchas estructuras —no solo materiales— parecen venirse abajo ante la indiferencia impasible de las instituciones, incluso de la «gente».
Pero este señor nos confesó con dolor que ya no «protestará» ni se «quejará» más. Un hijo suyo se lo pidió encarecidamente por su paz, su felicidad y su salud. Lo convenció de que abandone sus «rebeldías» y se quede tranquilo a disfrutar el reposo que merece una vida de entregas.
Y mientras este anciano sofoca de manera tan triste sus bríos contestatarios, enciende en quien lo escucha un volcán de incertidumbres.
Por alguna razón enlaza su actitud con las veces en que en los últimos tiempos hemos sido testigos de dirigentes incitando a sus «apagados» auditorios a hablar con franqueza, a decir la verdad por dura que esta fuese, esforzándose en recabar honestidad y franqueza en los debates. ¿Acaso esas insistencias en tan variados escenarios nos indican que alguna «energía» desconcertante nos ha preparado para callar?
Tengo a mano, casualmente, un documento que habla de valores morales, y que nos recuerda lo que sobre la honestidad defiende la ética de José Martí.
El Apóstol sostenía que el que nada quiere para sí, dirá la verdad siempre. También que la verdad no se razona; se reconoce, se siente y se ama. Además, que las palabras deshonran cuando no llevan detrás un corazón limpio y entero.
Cierto que la verdad suele tener en oportunidades precios exorbitantes. Porque ese «doctor Lecter tropicalizado» la cobra con las tiras del pellejo.
Aunque viniendo de raíces como las nuestras —y por mejor destino— no podemos permitir que se pose sobre nosotros la sombra del psicópata del filme de marras, quien disfrutaría sobremanera mandarnos «tranquilos» a casa a rumiar de impotencia.